31 de diciembre de 2009

Final



El regreso será el de una persona diferente, a un entorno cambiado y en unas circunstancias distintas. Al menos, ese era el plan. Ahora mismo toda esa racionalización de mi desarrollo personal me parece absurda, y sólo creo en dejar que esta historia se escriba, y que vaya escribiendo sobre mi.

Comienzo (Café Americano, 10/01/09)

Me cuesta arrastrar mis tres maletas de dimensiones dinosáuricas por los estrechos caminos excavados en toneladas de nieve. De hecho, tengo que dejar una de ellas atrás mientras hago aspavientos para parar un taxi; con un ojo puesto en cada lado de la calle, por si acaso los más malosos de la ciudad no hubieran tenido suficiente con robarme la bici. Mis ocho capas de ropa y mi arte para transportar el exceso de equipaje parecen hacerle gracia al taxista, que decide que el viaje es el momento indicado para analizar la vergonzosa situación económica de su Jamaica natal, en un inglés agarrotado que sólo me permite entender los know what I mean que intercala. Le digo que sí, que lo sé, que es todo terrible. Ni se me ocurre confesarle que ahora sólo tengo ojos para el Monumento a Lincoln que descubrí en abril, el Memorial Bridge que atravesé junto a moteros en mayo, el cementerio de Arlington que se escondió hasta noviembre y el Potomac, que siempre ha estado ahí, inalterable, rotundo como su nombre.

Cuando la interminable espera en el aeropuerto deja de desesperarme y puedo por fin ocupar uno de los asientos claustrofóbicos que me descubrieron el Atlántico a la ida, trato sin éxito de acomodarme, saco mi libreta-guía de Washington y me decido a anotar cualquier recuerdo disperso del año en las muchas páginas en blanco que le quedan. Estoy segura de que lo reflejarán mucho mejor que ningún texto meditado y masticado en el blog. Pienso en aquellos primeros días de comienzos dubitativos, de nervios en la oficina, del miedo a ser lenta, de los 47 intentos para grabar mi primera crónica de radio; y me cuesta hilarlos con las sensaciones del último mes, de verme como una más, de estar como en casa y sentirlos como familia. Mi familia del otro lado del Atlántico; la que me corrigió los errores y me inspiró a ser mejor, pero también la que me compró tarta en mi cumpleaños y me cargó de consejos en diciembre.

Detrás de mí, a unas dos filas de distancia, hay un niño que llora. Es un vuelo transatlántico; no podía faltar. Pero ya ha me ha distraído de mis propósitos de hacer balance como cinco veces, y como resultado, la libreta sigue en blanco. El avión se tambalea: entramos en turbulencias. Desisto. Así no se puede. Cierro la libreta y los ojos. En realidad, pienso, la familia también estaba lejos de la calle 14; en mi barrio, aunque no en mi casa. La despedida ha sido inolvidable, y los dos últimos meses, los mejores. Supongo que siempre pasa lo mismo.

La definición global se me está escapando, y ni siquiera sé si quiero atraparla. Este ha sido el año de la búsqueda. No sé si he encontrado lo que perseguía, porque nunca he sabido señalarlo. Pero sé que no he dejado de buscar. A veces a tientas, a veces demasiado consciente. Constantemente. Puede que algún día pueda explicar lo que he encontrado, o puede que no. Puede que, como ha ocurrido con este blog, que vio frustrado su sueño de convertirse en crónica actualizada de mis vivencias, nunca logre acompasar los recuerdos en la libreta y vaya comprendiéndolos sólo a cuentagotas, a destiempo. Como se comprende lo extraordinario.

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En los versos que alguien imprimió en las paredes de la abismal salida del metro de Dupont, Walt Whitman hablaba de una experiencia dulce y triste. Era 1876 y el poeta escribía sobre la guerra, la desolación extrema de la destrucción humana.
¿Por qué era dulce, entonces?

Porque todos los recuerdos lo son.

The District Sleeps Alone Tonight - The Postal Service

19 de diciembre de 2009

Navidad



Nadie celebra la navidad como los estadounidenses.

Mi casa parece un centro comercial de película, con un descomunal árbol recién arrancado del bosque y con frondosas ramas verdes enroscadas en toda superficie enroscable. Las miles de pequeñas luces son cegadoras y los gigantes lazos rojos son excesivos, pero he de reconocer que hay una parte de mi que siempre quiso bajar por una escalera iluminada hasta un salón pintado de verde y rojo.

Qué le voy a hacer, siempre me ha gustado la navidad. Supongo que no encaja con mi habitual escepticismo hacia toda fiesta convencional, celebrada en masa según un calendario mundial. Y reconozco que odio que los escaparates empiecen a vestirse de fiesta tan pronto. Pero es ver brillar las lucecitas blancas, y sentir el frío inconfundible de diciembre, y transformarme por completo. Últimamente sospecho, sin demasiada posibilidad de comprobarlo, que la culpa de toda esta cursilería repentina la tiene el brillo en los ojos de los niños cuando se les habla de trineos y reyes y regalos.

Y, sin darme tiempo a controlar mi revolución anímica, llega la nieve. Ya conté, hace nueve meses, la sensación que me provoca la nieve desde que tengo recuerdo de ella. Desde aquellas contadas veces en las que en la terraza de mi casa se acumulaban tres dedos de nieve virgen, y era feliz sólo con pensar en la sensación de dejar la huella de mis botas en ella, y en los dedos entumecidos por el muñeco de nieve con botones de verdad y nariz de zanahoria.

Esta vez nieva mucho, muchísimo más. Nieva hasta el punto de que es casi imposible abrir la puerta de casa. Nieva durante horas y horas, hasta enterrar los coches aparcados e impedir el paso de los que pretenden moverse.

Desde mi ventana, que pronto dejará de serlo, veo cómo los copos se enroscan, se revuelven, giran en todas las direcciones imaginables.

Hasta que, al día siguiente, paran; y salgo a cazar imágenes blancas. Entre resbalón y resbalón, sólo llego hasta la plaza; y las manos se me congelan, pero nunca guardo la cámara. Fotografío cada calle, cada casa, cada detalle insinuado por la avalancha.

Intento que el objetivo plasme con precisión la inigualable luz de la mañana, el increíble contraste entre el azul y el blanco. Intento guardar las imágenes en la retina, no sea que las fotos se pierdan. Fijarme en las cosas en las que no suelo reparar a menudo. No perderme ningún detalle.

Aprender a despedirme de esta ciudad.

The Christmas Song - The Raveonettes




8 de diciembre de 2009

Locos



La primera vez que salí al supermercado de mi barrio, una mujer me maldijo a mi y a toda mi futura descendencia por no querer darle las vueltas de la compra. Poco después, mientras me acercaba al trabajo una mañana de febrero, un desconocido avanzó directo hacia mi con los brazos extendidos, proclamando a gritos que habernos encontrado tenía que ser cosa del destino.

En una ciudad de gente que camina sola, con los ojos fijos en el suelo o en un carísimo aparato multimedia, es inevitable que los que hacen suya la calle a gritos se conviertan en protagonistas. Envueltos en media docena de mantas mugrosas o cargados con ellas (según la estación), tambaleándose, murmurando mantras ininteligibles o gritando que se acerca el apocalipsis, los vagabundos provocan tanto la indiferencia de los actores secundarios de la calle como el agarrado tirante de todo bolso o cartera que se precie.

Y luego están los otros locos, los incomprendidos, los que hablan solos y nadie sabe por qué. Seguramente, porque nadie se ha molestado nunca en preguntárselo. Conocí a uno de esos locos la primera vez que salí a la calle. Se me ocurrió girarme y me fijé en sus ojos. Eran los más claros del mundo. Bastaron pocas palabras para comprender que sólo necesitaba ayuda para retirar el candado de su bicicleta; pero la gente confundía la desesperación de sus articulaciones atrofiadas con locura, locura genérica, locura inofensiva.

Ahora, cada vez que me encuentro a uno de esos locos, con el correspondiente vacío a su alrededor, veo al hombre de la bici. Veo, más bien, la sonrisa de sus ojos al lograr por fin abrir el candado, la rapidez con la que se entristecieron de nuevo, y la fuerza con la que deseé que él fuera el único al que nadie escuchaba.

The Fool on the Hill - The Beatles

15 de noviembre de 2009

Cementerio



Virginia es tan verde como de costumbre, pero nosotras venimos a ver el naranja. Y su contraste con el blanco grisáceo de las tumbas, de las privilegiadas tumbas de esos pocos que encontraron sepulto a la sombra de la llama del gran mártir progresista. Miramos alrededor y sólo hay paz, y silencio, y la misma sensación que se queda en el oído tras un discurso cuidadosamente exaltado.

El guardián de la tumba del soldado desconocido se gira, prepara su escopeta, la coloca, da un paso, otro paso, otro más; se detiene, hace sonar los talones de sus zapatos, mira al frente, más allá del río, hacia el Capitolio, se vuelve a girar. El ritual horario merece la boca abierta de tres filas de un anfiteatro.

Si no fuera porque es todo lo contrario, sería sólo un cementerio más, uno de tantos. Pero Arlington huele a élite, expira grandeza, exalta esa noción de honor institucionalizado que antepone el siempre abstracto bien común a los principios humanos. Y quizá por eso, porque no quiere ser un cementerio más, Arlington me decepciona.

For the Widows in Paradise, For the Fatherless in Ypsilanti - Sufjan Stevens

3 de noviembre de 2009

Comisión



El tribunal toma asiento. Tres miembros -los otros cuatro escucharán otros casos- ordenan los papeles de las denuncias que, años atrás, otros miembros ya retirados etiquetaron como importantes.

Una tras otra, las organizaciones denunciantes desfilan ante su mesa. También lo hacen los Estados: Perú, Argentina, Nicaragua, Chile, Bolivia, Venezuela, Haití. Ninguno quiere que se le acuse, ante el espejo de la comunidad internacional que representa Washington, de vulnerar derechos humanos. Y, al mismo tiempo, todos conocen las extremadas limitaciones del organismo ante el que se presentan.

Pero a los denunciantes no parece preocuparles. Llegan, sueltan su tremendo alegato, perjudicado en la mayoría de los casos por el hecho de juzgarse con un intolerable retraso; y terminan su turno con la esperanza de que el Estado no haga lo que siempre hace: tratar de invalidar sus denuncias con un torrente de datos oficiales. El representante estatal, casi siempre un alto cargo de un ministerio público, apenas toma notas durante la intervención de sus contrarios. Cuando llega su turno, suelta su estudiada perorata, se indigna porque se cuestione la pureza de acción de un gobierno siempre democrático y garante de las libertades, y se encomienda a la imparcialidad de la Comisión. Y cuando todas las cabezas se giran, cuando todas las miradas se dirigen expectantes hacia los tres mediadores, las mismas palabras vuelven a resonar en la sala.

"La Comisión toma nota de las preocupaciones expresadas por ambas partes y se compromete a evaluar en profundidad el caso, y a entregar un informe de seguimiento en los próximos meses".

Entonces, invariablemente, los denunciantes roban a la sala el color de sus ponchos andinos y se dirigen al avión que los devolverá a casa, con la mente puesta en el objetivo de volver a la ciudad de los ejecutivos dentro de cuatro años; para defender, quizá, otra más del montón de denuncias apiladas en sus recónditos refugios de activistas.

Criminal - Fiona Apple




16 de octubre de 2009

Paz



La primera vista de La Paz es espectacular. A las 6 de la mañana, desde lo alto de El Alto, con el frío en la cara y el sol entre las montañas. La ciudad se deprime en el centro, y las cuestas más empinadas son para los barrios más pobres, que forman las laderas de una enorme olla. El naranja de los ladrillos de las casas sin terminar se convierte en una señal inequívoca, a los ojos de todo visitante acomodado, de que éste es otro mundo. Y de que, quizá, es justo lo que buscaban.

Las cholitas pasean orgullosas por la Avenida 20 de octubre, custodian los estrechísimos puestos de la calle, consiguen ascender las imposibles cuestas sin que se les descoloque el bombín.

Sentada en una estrechísima acera, una mujer vende fresas y moras de sorprendente buena pinta pese al humo del tráfico, protagonizado por minibuses cuyo trayecto se pregona a viva voz desde puertas y ventanas abiertas.

Cerca de la aberración estética que es el edificio Víctor, atados de farola a farola, varios gigantescos carteles advierten de que en la próxima calle está prohibido girar a la izquierda. Si lo haces, encontrarás enseguida el único paso de cebra de toda la ciudad, que no inspira más respeto a los peatones que los caóticos cruces.

Me pierdo sólo una vez entre pintadas y más pintadas que piden a Evo de nuevo, y, al dar media vuelta, la agradable bajada se convierte en una estrangulante subida que sólo se detiene ante el rostro ajado de una mujer, que aparenta cincuenta y debe tener treinta y pocos, que reorganiza el puesto en el que vende desde bolígrafos hasta caramelos; siempre en el mismo lugar, a escasos metros de otro exactamente igual.

Al final, acabo en lo más parecido a un café americano que hay en la ciudad. Entre círculos con la cucharilla y páginas del libro, lo occidental de su clientela y el marrón de la decoración acaban de difuminar el azul eléctrico del lago Titicaca, la falta de oxígeno al tratar de alcanzar a las llamas, lo reconfortante de la sopa de quinoa y el amanecer a 4.000 metros. Como todo en este fugaz vistazo a Bolivia, se convierten en pinceladas que, desde la comodidad del norte, se reproducirán como los episodios desordenados de un sueño borroso. En el que, por mucho que quieran, sólo llegarán a ser el escenario de fondo de todo lo verdaderamente importante.

South America - Shout Out Louds

6 de octubre de 2009

Otoño



El otoño es mi estación favorita. No lo ha sido siempre, no recuerdo cuándo empezó a serlo. No es la más popular, ni la más esperada por nadie. Y aún así, sonrío con el crujido de las hojas, con el rojo eclipsando al amarillo en el reinado del naranja. Con sacudirme el calor y acurrucarme en la gabardina, y aceptar un nuevo comienzo, sea el que sea, esté preparada o no. Como cada octubre, la lluvia que retumba en el tejado se debilita poco a poco y me deja intuir, con mi siempre atrofiado olfato, el aroma a cambio. Y en mi primer otoño a este lado del Atlántico, tomo el viento del norte como una señal, y la alfombra marrón como el principio del camino.

When The Leaves Come Falling Down - Van Morrison


30 de septiembre de 2009

Aeropuerto



Siempre me ha fascinado lo evidentes que se hacen las soledades en los aeropuertos. Quizá sea el efecto conjugado de los interminables pasillos, el escrutinio de las autoridades, las miradas que se cruzan por un segundo y la expresión lánguida de los solitarios, que contemplan a las parejas que se abrazan en la cola de embarque. Con tres horas de sueño y la mente aún nublada por la víspera, todo esto parece hacerse más evidente. Me pregunto cuántos escritores habrán encontrado inspiración en este escaparate del mundo en reposo. Escucho música en un idioma que no entiendo del todo, reservando las palabras más bonitas para amoldarlas a un inestable estado de ánimo. Releo palabras que me provocan sensaciones contradictorias, que me presionan el pecho y me regalan alegrías efímeras. Me doy cuenta de que me encuentro en un momento clave. Quizá demasiado. Y mientras termino de escribir un texto que seguramente perdería toda cohesión si lo leyeran ojos más despiertos, me remito a la soledad del aeropuerto, esa que siempre me lleva a alguna parte sumida en una espera aletargada. Y en cuyo aplazamiento de la rutina, de las decisiones, de los momentos clave, me siento cada vez más arropada.

Ticket to Ride - The Beatles

26 de septiembre de 2009

Tequila



Llego de noche, y para empezar, me timan en una de las compañías de taxis que se desgañitan desde ridículas cabinas para obtener clientes. Me pregunto si esta primera imagen será representativa del mar de fueguitos que se me presentaba inabarcable desde la ventana del avión. 20 millones de habitantes, un mapa disperso y un taxista que intenta darme la bienvenida con Corazón Espinado. He perdido la hoja de instrucciones, pero recuerdo vagamente el nombre de la calle y, sobre todo, el del barrio. Una vez allí, la arquitectura cambia, se puebla de árboles y de tiendas de diseño. Pero apenas hay luz, y nos cuesta encontrar el hotel con la suite más divina del Distrito Federal.

El primer abrazo es entusiasta; el segundo, soñoliento. Aquí estamos, comenzando la aventura tantas veces planeada. Tres horas de sueño inquieto, y otro frío taxi a un nuevo aeropuerto.
En Mérida llega el calor, y con él, los vestidos. Paseamos nuestro glamour en coche de caballos y lo acomodamos en un autobús hacia ruinas mayas que desatan una tormenta al primer sacrificio. Tulum nos deja probar el tequila, y nos acunan la luz de las velas y el sonido del mar. La segunda tormenta nos encuentra en la playa, así que nos vamos de excursión con Miguel Ángel, que se avergüenza de su disco de narcocorridos. Pero nos acaba contando historias de los narcos más temibles, y yo me convierto en anécdota cuando creemos conocer a uno.

Playa del Carmen es como esperábamos. Cristalina, relajante, adinerada. Una versión rebajada de lo que nos parece Isla Mujeres desde la cubierta del yate, mientras bailamos y debatimos sobre la estética de las aletas de buceo. El hotel es insufrible, los bares son de guiris, y la comida es espléndida. Vacaciones en el mar.

DF nos recibe templado, con su historia oculta en edificios inmensos y su aroma a cultura impregnada de caos. El sol sigue siendo un misterio en Teotihuacán, y las piedras carcomidas sólo nos dejan intuir su secreto. Entre sus paredes resuenan nuestras historias, las antiguas, las no tan antiguas, las que nos han hecho como somos. Y en la suite de Polanco nos espera la otra voz, dispuesta a contar, gritar y desgañitarse en las noches de Antara, en las fiestas frioleras, junto a los mariachis que no hacen más que llorar y llorar, que hacen de México un lugar lindo y querido. En Garibaldi, entre caballito y margarita, con dinero y sin dinero, hacemos siempre lo que queremos.

El Rey - Vicente Fernández


17 de septiembre de 2009

Virus



Otro estornudo. Y otro. Y otro más, esta vez con eco de risas.

A estas alturas ni siquiera he aprendido que tengo que hacerlo sobre la manga y no en las manos, esas que luego se apresuran sobre el teclado y frotan los ojos cansados de estar fijos en el editor, mientras la pantalla centellea cifras espeluznantes y recuerda consejos de autoridades.

El virus es potente, etéreo, omnipresente. Y mi primer encargo específico en una redacción. Así que lo busco, lo rastreo, lo moldeo y lo distribuyo. Con cuidado de dosificar la alarma al máximo, de que el titular diario no alimente las inquietudes más espoleadas.

Pero mi utopía informativa dura poco: no tardan en recordarme que lo que cuenta es subrayar, alertar, sorprender. Que, aún a riesgo de activar hipocondrias, todo lo suavizable se refuerza, y lo tranquilizador es secundario. Y la nota diaria es potente, redonda en cifras, carne de portada de diario desteñido.

A este paso, me va a costar dejar de estornudar.

Get me Away From Here, I'm Dying - Belle & Sebastian








2 de septiembre de 2009

Destino



Siempre me ha costado creer en el destino. En esa especie de hilos que nos unen con ciertas personas, aquellas de las que está escrito, con tinta invisible y en algún libro olvidado en un estante demasiado alto, que deben pasar por nuestra vida, y en último término, quedarse. Siempre se me han resistido la cosmovisión y los planes predefinidos para cada persona, con sus giros inesperados y sus tramas enrevesadas. Me gusta pensar que puedo cambiar el rumbo de las cosas, que los acontecimientos responderán a mis decisiones. Pero, en una más de mis exasperantes contradicciones, hace tiempo que decidí dejar de lado mi escepticismo y apostar. ¿Qué pasaba si, efectivamente, algo inesperado, aparentemente imposible, estaba de hecho escrito y yo pasaba página?

Contra toda lógica, agarrar la escalera para bajar el libro de su estante me condujo a la historia más maravillosa que podía imaginar, con sus giros inesperados y sus tramas enrevesadas. Por primera vez, no importaba si algunos capítulos eran demasiado oscuros. Lo fundamental era el final, esa meta ansiada en la que se demuestra que, en efecto, se trataba del destino. Y en la versión cinematográfica suenan los violines, y los críticos escriben "pastelazo" en una libreta negra, y los cínicos tiran palomitas a la pantalla.

Sin embargo, hace demasiados días que no me atrevo a leer. Poco importa que la marca en el libro se acerque cada vez más al prometedor final: los giros de guión me marean, y me paraliza el miedo a que el redoble de tambor que precede al desenlace no comience, tampoco, en el siguiente capítulo. Ese final se ha convertido en algo demasiado importante. Y siento que escapa a mi control. Que mi papel en esta historia se limita a leer, con toda la atención volcada en las letras, esperando que el escritor tuviera un buen día cuando pensó esa última página.

Copenhague - Vetusta Morla

23 de agosto de 2009

Espíritu



Cada vez que, de pequeña, me tocaba aguantar sermones interminables sobre el pecado del hombre y los sacrificios de Jesús, mucho antes de que las esforzadas tácticas de evangelización de los curas del colegio me convirtieran en una agnóstica sin remedio, soñaba con que el párroco despetrificara su expresión, aligerara su discurso e incluso se convirtiera, por qué no, en otra Whoopi Goldberg que se esfuerza por llevar al templo todo lo bueno del burdel.
No hace falta decir que el cura nunca se travistió, y los sermones nunca se acompañaron de melodías y palmas. Por eso, al entrar en una antigua iglesia de Harlem junto a una multitud que se trata como familia, me viene de golpe el recuerdo de la aspereza de la madera en las rodillas desnudas.

El coro, compuesto por una docena de negros de todas las complexiones y un enjuto anciano blanco que apenas se atreve a alzar la voz; el piano, el órgano y la batería, e incluso la mujer vestida de rojo que se apasiona desde el púlpito, se convierten en secundarios de lujo del inevitable protagonista: el reverenciado pastor. Su atuendo es de lo más sobrio, excepto por las botas de agua que utiliza para sumergirse en una enorme bañera durante el bautizo, y no deja caer ninguna pista de lo rotundo de su discurso. Sin túnica ni hábitos, sin más apoyo que la retórica, instiga, más que la sumisión del rebaño silencioso, el agitamiento y la revolución de unos fieles entregados de antemano. Alza la voz, suda, se entrega tanto al mensaje que no se deja recuperar el aire, jadea como un animal, sus pulmones se quejan por las cuatro paredes. Y cuando, dos horas y media más tarde, decidimos abandonar la escena, ninguno de los parroquianos se ha cansado de jalearle, de dar gracias eternas, de pedir a Dios que les salve de la tentación.

Trato de recordar el rostro del anciano cura de la iglesia de mi barrio. Sus lecturas del evangelio eran interminables, pero al menos, nos dejaba ir en paz.

Hallelujah - Jeff Buckley

17 de agosto de 2009

Norte



La música de mi iPod se mezcla con la explicación del guía, un trotamundos de 70 años que trató de aliviar su frustrado sueño de ser actor con incontables sellos en su pasaporte. Con el pelo amarillento pegado sobre la frente y una marcada erre de ruso, deletrea los conceptos indígenas que dieron nombre a cada uno de los estados que cruzamos en esta ruta hacia el norte. El verde del campo me pierde en pensamientos inconexos, que acaban por reencontrarse para replantearme lo que queda atrás; mucho más atrás de los rascacielos, los ríos salados y las cataratas urbanas. Poco a poco, el sueño de dos días me va venciendo, y mis párpados sólo dan tregua ante la hilera de casas unifamiliares de un pueblo sin nombre, con sus banderas en los porches y sus vistosos concesionarios de segunda mano.

Desde la proa del barco, el rugido de las cataratas es más débil de lo esperado. Me esfuerzo en lograr la foto perfecta, en inmortalizarnos con nuestros gigantescos chubasqueros azules. Pero el objetivo de la cámara se va empañando, y dispersa cada vez más los tonos de blanco.

Y sólo queda agua, vapor, lluvia, volando sobre nosotros, empapándonos la cara.
Y ojos cerrados con fuerza, y gritos. Y sonrisas.

Canadian Girl - The Walkmen

16 de agosto de 2009

Manzana



Las escasas cuatro horas de sueño se traducen en un aterrizaje pesado. Y un agotador paseo por el mercadillo, y una siesta que no logra ser reparadora. El sol agobia a las gárgolas del Chrysler, aquel estilizado gigante que creció a la sombra del Empire State, y nos espera una calculada ruta por el barrio financiero y un ferry hasta Staten Island, donde apostar por el pez más rápido del acuario es la actividad estrella. Encadenamos las espectaculares vistas de la estatua de la Libertad, de la abarrotada Manhattan y la histórica Ellis con el perfecto salto mortal de unos bailarines de breakdance del Bronx sobre una fila de ocho niños; y unos percusionistas jamaicanos cierran la tarde al ritmo de un extraño instrumento digno del gran Bob.

Nos adentramos en el muelle 17 con el sol rozando las torres de Brooklyn, entre la marea de flashes hacia el puente, frente a los veleros que surcan el East River. Y no puedo evitar pensar en lo que he dejado sobre la mesilla de noche; y en si seguirá allí cuando regrese.

New York, I love you, but you're bringing me down - LCD Soundsystem

12 de agosto de 2009

Visita



Lo recuerdo como si fuera ayer. Era mi cumpleaños, el noveno o el décimo, y ella no iba a pasarlo conmigo. Tenía un viaje a Sevilla, no sé si de ocio o de negocios, poco importaba. Se lo reproché hasta el infinito y más allá, y, haciendo gala de un rencor que espero no haber aplicado más que esa vez y aquella otra que me sentó mal la paraguaya, se lo seguí recordando años más tarde.

Esa fue la única excepción. El resto de cumpleaños arrancaron con las canciones de su niñez gallega al despertar, miles de besos y abrazos para empezar el día y una tarta de chocolate con fondo de azulejos setenteros para almorzar.

Pero esta vez, fui yo la que falté a la cita, y sus intentos de cambiar el escenario de fondo en la fotografía no lograron concretarse.

Así que pasaron siete meses, e intentamos sustituir con llamadas las tardes de series, las noches de charlas, las mañanas de café soluble. Yo echaba de menos su sentido del humor, la expresividad de sus ojos, las palabras en las que tan poco confía; y ella me llamaba desde el cuarto que he habitado desde que tengo memoria, convertido en improvisado estudio.

Por eso, cuando se acerca la fecha señalada, garabateo su apellido, en parte para cumplir mi inexplicable sueño de esperar a alguien en un aeropuerto con un cartel. Me planto en el pasillo de salidas, y espero hasta ver llegar a la tropa que ha cruzado el Atlántico. Y me emociono con la sonrisa de mi hermano, la energía de mis tíos, la alegría de mis primos. Pero las lágrimas no llegan hasta que la abrazo a ella, y me confiesa que, pese al viaje y el cambio horario, no está nada cansada.

Mama - Stephen Malkmus

7 de agosto de 2009

Noche



Cruzo Dupont por el camino de siempre, subo la calle 19 y llego a casa más rápido que de costumbre. No creo que sea el ambiente pegajoso de nuestro bar del verano, ni las cervezas a tres dólares sin nada en el estómago. Debe ser otro factor, de momento indescifrable, el que me ha hecho apresurarme a casa y ahora hace que me resista a abrir la puerta, que abandone toda racionalidad y ceda al impulso de sentarme en una acequia de la acera. Para emprender un detallado estudio de las enredaderas de la casa de enfrente, mientras los mosquitos revolotean en la farola al son de acordes de banjo y guitarra. Y admirar las baldosas rojas que sustituyen, sólo en esta calle, a los bloques de hormigón; y observar cómo una pareja se acerca, a lo lejos, bajo los arcos que forman los árboles de los patios de entrada. Para no notar cómo, poco a poco, las nubes de mi mente se van confundiendo en un enredo que esta asfixiante humedad no parece dispuesta a desenmarañar.

Si aún hubiera luciérnagas en el patio, juraría que la ciudad no cambia con las estaciones.

Gold in the air of summer - Kings of Convenience

28 de julio de 2009

Regreso



La presión que empieza a nublar mis oídos es la excusa perfecta para no pensar en la despedida, en ese minuto extra frente al control de pasaportes. Me permite concentrarme en esa molestia aséptica, aplazar el bostezo, y encadenarlo con un vistazo al periódico más importante del país que dejo atrás. La sorpresa puede con el resto cuando descubro, firmada por otro periodista, una entrevista que hice hace cinco meses y que creía papel mojado.

No consigo mantener los ojos abiertos durante la película sobre un genio de la música esquizofrénico, y el descenso me obliga a perderme el final. Las uniformes hileras de casas unifamiliares de Georgia se van definiendo, y mi mente intenta contrastarlas con los irregulares tejados de hojalata de San José. Los jóvenes chinos de la cola de inmigración celebran la entrada al capitalismo, pero mi mente aún no se despega de las playas de Manuel Antonio, los paseos por Puerto Viejo, las palomas capitalinas, los perezosos que nunca llegaron, los monos que se escondían, los nombres en la arena, la llum de taula y el llit supletori, la mirada antes de dormir. Los párpados entrecerrados, la noche en la ventanilla, y Washington toma la misma forma de hace seis meses. La misma que entonces me resultó inabarcable, la que parece haberse acomodado a las tranquilas complicaciones de un hogar.

It's Gonna Take an Airplane - Destroyer

18 de julio de 2009

Viaje



Cierro la puerta tras de mí. Sólo he dormido una hora, y mi compañero de casa seguía inmerso en la película bélica que empezó a las 2. Me meto en el taxi; en el de al lado, dos amigas vuelven de fiesta. Me fijo en las casas de mi barrio que aún tienen la luz encendida. Cuento cinco. Se me hace raro pensar que esto queda atrás, que pasaré un control de inmigración diferente. Tres aeropuertos, una decena de colas, unos cuantos bailes de maletas. Me alivia encontrar la mía, aplastada por otras dos. Pienso en esperarte tras el control de aduanas, pero no quiero que te pierdas ese cartel de perezosos. Me siento en la mochila y rastreo, impaciente, las expresiones de tedio de la cola de inmigración. Pero acabas pillándome de improviso cuando sales, y mi ademán de esconderme resulta ridículo. Tan delgado como entonces. Te ríes de mi intento, perfectamente legal, de cambiar dólares por coronas. Nos esperan muchas horas en un taxi, en una estación, en una carretera muy diferente a la última que recorrimos.

El último autobús nos recoge agotados, nos ensordece con su motor asmático, nos moja el pelo. Pero acaba dejándonos allí, en el único lugar donde queríamos estar: una cabaña de madera en plena selva, y sin mosquiteras.

Treehouse - I'm from Barcelona

16 de julio de 2009

Texto


A veces pienso que me pasaría en cualquier sitio, que sólo es fruto de la rutina. De recostarme sobre el mismo respaldo, introducir las mismas claves, perseguir la misma inmediatez con la que ayer hablaba de un hoy que ahora ya no es importante.

Pero dudo que se trate de eso. Las ganas de escribir, algo aletargadas, piden con más fuerza que nunca concretarse, esquivar los abrumadores torrentes de datos para proyectarse en historias diferentes, que signifiquen algo para alguien.

Y aún así, las palabras en la pantalla se alejan de las de mi mente. Echo la culpa al mes abreviado en el editor de texto, a las cuatro líneas de rigor. No te pases nunca de setenta, y no mandes treinta, que son demasiado pocas. No le des tantas vueltas, los perfeccionismos se pelean con las prisas. Precisión máxima en los entrecomillados, en cada párrafo un sinónimo de afirmar.

Quizá debería bastarme con poder escribir. Crear contrastes en blanco y negro, reducir los márgenes, reservar una pequeña libreta en el bolsillo y, poco a poco, línea a línea, seguir matando el vicio de crear.

La contradiction - Coralie Clément

11 de julio de 2009

Seis



La marca en el calendario me ha cogido desprevenida. Pero ahí está, roja, inequívoca: han pasado seis meses desde el día en el que dejé atrás todo lo familiar. Mis compañeros de casa, de clase, de cafés; las calles tantas veces transitadas y las que aún estaban por descubrir; las rutinas que me asfixiaban y de las que disfrutaba.

Hace seis meses, el control de seguridad marcó la despedida de rostros que aún no he vuelto a ver; mientras la mirada miope trataba de enfocar un horizonte inabarcable, inimaginable, desconocido.

Me dirigía a una ciudad pequeña y poderosa, que, sin choques culturales insalvables, se fue haciendo cómoda al tiempo que los bloques de hormigón se iban amoldando a las suelas de mis zapatos.

Estaba convencida de que, en unos pocos meses, sabría señalar con precisión todo lo que los seis mil kilómetros de distancia habían cambiado. Enumerar, evaluar, poner nota.

No hicieron falta muchos intentos para recordar que no sé hacer balances por el camino. Y extrañamente, me alivia comprobar que se me siguen dando mejor las revisiones en retrospectiva, que este café también me lo tomo a sorbos.

Así que, atrapada bajo un edredón nórdico, bebiendo líquidos y más líquidos para ahuyentar una gripe que llegó sin avisar, me regodeo en mi decisión de aplazar el balance. Pese al delirio febril, o tal vez debido a él, se abre paso la sensación de que, esta vez, sacaré buena nota. Puede que, incluso, llegue a ensalzar el sutil gusto del café americano.

Y sin arrancar páginas del calendario, sin notar apenas cómo me muevo, enero y diciembre se van acercando.

January and December - The Wave Pictures

21 de junio de 2009

Verano



Hoy es el día más largo del año. El primer día de verano. Y, ante la perspectiva de la piscina, las barbacoas, el moreno y las fiestas, esta lluvia que no cesa se ha convertido en la protagonista de todas las conversaciones. Arruina todos los planes, aumenta los ingresos de las cabinas de rayos Uva y arranca gruñidos a mansalva.

Así que, al abrir la ventana y ver algún claro en el cielo, cojo mi bici roja, puesta a punto ayer a base de sudor y dólares, y me dirijo hacia Georgetown. Mis dotes de ciclista no son espectaculares, el manillar está algo torcido y sospecho que la rueda delantera pierde aire, pero nada me estropea el paseo. Ni siquiera el autobús que casi me barre de la carretera al sumarme al tráfico de la calle M. En la acera, un grupo de mochileros anda realmente despacio, como a cámara lenta, impacientando a la gente que ha venido a consumir. Al llegar a Winsconsin, giro a la izquierda, hacia el río, y dejo la bici cerca de un canal mucho menos caudaloso que en mi última visita. A lo lejos se acerca un pato, y por un momento me invade la extraña sensación de que, pase lo que pase, todo irá bien.

Summer in the city - Regina Spektor

19 de junio de 2009

Blanco



La entrada es gigantesca, majestuosa. Alfombras de terciopelo rojo, un piano de cola afinado a la perfección. Guardias con uniformes ridículos apostados en los umbrales que atravieso con una minúscula cámara y un trípode al hombro, que atraen las miradas de los que portan maquinaria más sofisticada; ignorantes de que ese pequeño artefacto me ha proporcionado el codiciado acceso.

Hoy, como tantas veces, soy videógrafa; pero el escenario es excepcional. La identificación de "extranjera" que cuelga de mi cuello obliga a un escolta a seguirme a cada paso que doy. El salón es elegante. La expectación, descomunal. ¿Por cuál de las puertas entrará? Las sillas se van llenando, y el objetivo capta una mayoría de nucas negras. Las miradas se dirigen sólo hacia un punto, siempre hacia un punto.

Se hace esperar; incluso cede a otro maestro de ceremonias con dotes de Billy Crystal la introducción del acto. Se reserva la mejor parte. Sabe que le esperan, que estan allí por él. Por la esperanza que transmite, la firma diferente que imprime sobre el papel de siempre.

La entrada es espectacular. Se pasea por el escenario, sonríe, cuenta anécdotas, seduce. Arranca ovaciones y más aplausos. No importa el tema del discurso, va a solventarlo con el mismo carisma. Y el público lo sabe. Antes de que entre, antes de que pronuncie palabra alguna.

El cambio siempre es bienvenido.

Black Like Me - Spoon

11 de junio de 2009

Roomates


Lo tenía claro mucho antes de llegar: quería vivir con estadounidenses. No importaba si luego sólo conseguía expresarme a lo indio, o si el intercambio cultural se reducía a hablar del tiempo o de las tareas de limpieza pendientes. Al menos hablaría algo de inglés, resignada como estaba a acabar inmersa en una secta de hispanoparlantes.

Cuando llegué por primera vez a la casa roja y negra, mis futuros roomates me recibieron con una amabilidad desbordante. La entrevista fue escueta, y la respuesta fugaz: esa misma noche me informaron de que me habían elegido para reemplazar a la anterior inquilina, ligeramente desequilibrada.

Tras la primera aproximación, fue inevitable encajarlos en estereotipos: la maniática del orden, la desordenada, la que ríe como una hiena, el judío. Pero, dos semanas después, ya ocupaba una habitación de paredes desnudas y ventana discreta, y empezaba a darme a conocer a mis compañeros con pequeños detalles, como prender fuego a la tostadora o dejarme las llaves en casa.

Por eso, cuando me toca formar parte de la comitiva encargada de seleccionar un nuevo roomate entre decenas de candidatos ansiosos por vivir en el infecto sótano, me pregunto si, también en mi caso, el proceso de selección fue tan complejo.

Quince minutos para cada candidato, empezando desde ya. El primero es gay. Casi sin darnos tiempo a saludarle, nos cuenta con todo detalle la ruptura con su novio. Intenta sobornarnos con vino. No hay tiempo de abrirlo. La segunda es bastante pedante, y tiene un humor sofisticado, pero habla demasiado. Contrasta con el tercero, que habla bajito y poco, de música y vídeos, el flequillo sobre la cara. Me cae bien, pero intuyo que soy la única. El cuarto tiene pinta de asesino de película de serie B y es tremendamente aburrido. Hacemos tiempo hasta que llega la quinta, una negra que hace sonar sus enormes pendientes y pulseras al ritmo de sus exagerados gestos. Gracias, mañana te avisaremos.

Acabamos agotadas, y abrimos el vino del soborno. Temo que elijan al asesino de serie B, pero me sorprenden: igual que en febrero, cuando abrieron la puerta a una extranjera desubicada, el elegido es el tímido.

I Need All The Friends I Can Get - Camera Obscura

7 de junio de 2009

Transición



No hay nada especial que lo indique. Ninguna fecha simbólica, ninguna línea marcada en el calendario. Y, sin embargo, noto que éste es un mes clave. Aunque no sea el mes de la mitad de la beca, ni aquél en el que consigo, por fin, atar todos los cabos sueltos en este país tan similar como diferente.

Pero tras un enero desubicado, un febrero gélido, un marzo extraño, un abril ausente y un mayo cambiante, presiento que junio es el mes de la transición definitiva. Por muy contradictorios que suenen el nombre y el adjetivo.

A sabiendas de que ninguna experiencia es lineal, y de que, en realidad, la vida es pura transición; necesito arriesgar. Lanzar los dados, y jugármelo todo a una sola carta. El siete de tréboles, si puede ser.

A Change is Gonna Come - Sam Cooke

24 de mayo de 2009

Patriotas



Mañana es Memorial Day, el día en el que Estados Unidos conmemora, con su grandilocuencia habitual, la memoria de los caídos en guerra. Y lo más cercano a la gloria que rodea el aura de los caídos les corresponde a los veteranos. Aquellos que, según el discurso de bolsillo, defendieron el honor, la patria, y los ideales sobre los que fue fundada.

Los veteranos son la arista base del simple poliedro sobre el que este país basa sus ideales. Cuando apenas hay carga histórica, y muchos de los momentos clave pueden contarse aún en primera persona, tener a alguien que personifique aquello que siempre te han repetido que hizo grande a tu nación desborda cualquier clase de racionalidad.

Por eso, cuando cientos de sesentones encaramados a flamantes Harley Davidson inician su desfile anual por el centro de Washington, de camino al monumento a los caídos en Vietnam, sólo hay espacio para la emoción. Para pancartas, himnos, manos en el pecho, y banderas, hileras de banderas.

Mientras contempla el vigésimo tercer desfile de su vida, un motero con el cuero del chaleco plagado de condecoraciones habla del alto precio que hay que pagar por ser estadounidenses, de valientes dispuestos a hacer el trabajo al que otros no se atreven. Sus facciones ajadas tratan de servir de testigo. Sus palabras suenan rotundas, calculadas.

Pero yo tengo que hacer esfuerzos para que mi ceja más escéptica permanezca en su sitio. Los discursos patrióticos, vengan del lado que vengan, siempre me han provocado alergia. Me permito, incluso, sentir un inicio de compasión por la gente para la que la bandera lo es todo.

Aún así, tras casi tres kilómetros de recorrido plagado de patriotas convencidos, de símbolos, de vítores, de jaleos, se va abriendo paso otro tipo de sensación. Esa anciana que se mantiene de pie ante la carretera, mirando con respeto a todas y cada una de las motos, no me parece tan inconsciente.

Me pellizco, me tomo la temperatura. Sólo me faltaba, empezar a entender a los patriotas.

Ashes of American Flags - Wilco










18 de mayo de 2009

Escaleras



Miro el andén cada vez desde más alto, hasta que mis pies chocan con el fin de la escalera mecánica. De golpe, viene a mi memoria uno de mis despistes más tempranos, aquél en el que uno de mis primeros pares de sandalias fue presa del tramo final de la escalera. Las sandalias perdieron su betún, pero yo aprendí la lección. Desde entonces, siempre bajaba con la mirada fija en la peligrosa trampa, y la esquivaba con mi mejor salto mortal.
El recuerdo me dibuja una sonrisa inesperada, y trato de llenar los cinco minutos de paseo con unos cuantos más. Los suficientes para alejar la certeza de que cuando regrese, por la tarde, sólo me quedará mirar el breve espacio entre el cartel que anuncia la estación y la enorme papelera, e imaginar las prisas de los que lo pasan de largo cada día, la voz ronca del encargado de la limpieza que lo friega cada noche... y todo lo demás.

See you soon - Coldplay

17 de mayo de 2009

NYC



El autobús de ida a Nueva York no tiene la misma emoción que el de los chinos. Hay cinturones, los asientos no se tambalean y el conductor no tiene el impulso kamikaze de cruzar un paso de nivel mientras baja la barrera.

Claro que este fin de semana en la Gran Manzana es muy diferente a aquel, con apenas un mes de experiencia yankee a cuestas, cegada por las luces de Times Square, abrigada hasta la nariz y timada en los clubes nocturnos.

Nos quedamos en los últimos asientos, y la gente no parece molestarse porque viajemos inventando canciones. La exagerada amabilidad estadounidense, de nuevo.
Y, entre rimas sobre ciudades desconocidas, aparece de nuevo ante mis ojos.

Times Square no es tan deslumbrante esta vez, y las avenidas no se hacen tan largas. El metro sigue estando sucio, pero poco importa. Hacemos miles de planes, sabiendo que no cumpliremos ni la mitad. Pero lo que cuenta es planear. Aunque esta vez tampoco vaya a ver la Estatua de Libertad ni subir al Empire State, y vuelva a perder horas en un delicioso brunch.

Observamos Nueva Jersey al otro lado del Hudson, recorremos el Upper West Side, paseamos por Chelsea y Tribecca, y se esfuma el sábado.
Admiramos el arte del MoMa, nos deja indiferentes la Quinta Avenida, nos despedimos de las ardillas de una esquina inferior de Central Park, y se nos va el domingo.

Antes de poder darme cuenta, engullo el último perrito caliente en la ciudad sobre la que cantaba Sinatra, al que versionó la siempre cálida Chan Marshall, en la que Sting se sintió un extraño y Simon y Garfunkel se sintieron solos, a la que dedicaron uno de sus temas más deprimentes los depresivos Interpol.

"I know you've supported me for a long time. Somehow I'm not impressed.

But New York is".

NYC - Interpol

14 de mayo de 2009

24



Lo recuerdo como si fuera ayer. Llegaba la víspera de mi cumpleaños y me acostaba con la sonrisa en la cara, con la ilusión desbordada de quien sabe que el día siguiente será histórico.

Me encantaba el papel de los regalos, y que la tarta siempre fuera de chocolate.

Las celebraciones nunca fueron espectaculares. Bastaba con montar un karaoke en la terraza de casa, aspirar el helio de los globos de la fiesta o poder quedarme hasta las doce bajo la lluvia de la verbena del colegio.
Durante veinticuatro horas, todo encajaba en su sitio.

Por eso me he sorprendido cuando el reloj ha dado las doce y algú me ha felicitado. Por un momento, he dejado que el número me impresione. No porque me sienta más vieja; más bien por todo lo contrario. Pero, impuntual como yo, vuelve a invadirme esa ilusión infantil que llegaba a medianoche. Aunque no estén tantos que siempre me han acompañado, aunque sea la primera vez que cuento uno más lejos de Madrid y vaya a faltar en el álbum la clásica foto con los azulejos de la cocina detrás y las caras impagables de Álvaro y Javier.

Al final, recibo los años como si fueran once, cenando helado y yendo pronto a la cama. Cerrando fuerte los ojos, y esperando un día histórico. Sólo uno.
O dos, o tres, o cuatro... Veinticuatro.

Birthday - The Beatles

11 de mayo de 2009

Tormenta



Creo que ya lo escribí, pero el tiempo en esta ciudad está loco. Comienzo el fin de semana tumbada frente al río en manga corta y gafas de sol, con los dedos rozando la hierba, inventando formas de nubes en el cielo, convirtiendo lo extraño en familiar de nuevo. El cielo está tan claro y la brisa es tan suave que todo promete ser estable, al menos hasta que llegue de nuevo el invierno. Pero el ciclo de anticiclón y borrasca nunca falla, y la jornada de vuelta a la rutina se cierra con una tormenta de las que apenas se ven en esta ciudad. Sin nada que la anunciara, sin nubes amenazadoras en las horas previas, la lluvia empieza a inundarlo todo.

El agradable camino a casa se convierte de golpe en una carrera por etapas, con paradas en los puntos estratégicos y en los que no lo son tanto, con canciones y bailes, con el paraguas cerrado y tu sonrisa como única certeza. Y mientras volvemos a casa empapados, chapoteando como los patos de la plaza, agotados de tanto reír, me pregunto si, aunque necesite el sol, no serán las tormentas las que realmente me hacen feliz.

Raindrops Keep Falling on my Head - B.J. Thomas

8 de mayo de 2009

Cortinas



Casi cuatro meses después, no consigo actualizar regularmente. Y no es por falta de temas. Por hablar, podría hablar de lo cortas que son mis cortinas. Parece un tema anodino, pero podría valerme del argumento de que nunca se sabe lo que interesa a quienes pululan por la blogosfera, y agotar mi escasa inspiración en describirlas. Contar cómo la barra endeble, sujeta apenas por clavos, se dobla justo en el centro y empuja la tela hacia abajo, desvelando unas persianas que cierran mal y filtran los primeros rayos directamente hacia mi almohada, despertándome cuando el sol se eleva por encima del callejón, cuando duermo con más parsimonia.

Podría poner al día mi crónica de la vida nocturna en la ciudad, ahora mucho más familiar. Y hablar de caderas bamboleantes embutidas en faldas-cinturón que estrujan carnes que se mueven a ritmo de reggaeton, o de lo surrealista que es escuchar a Melody o desgañitarte cantando "Bamboleo" en un local de DC, el mismo en el que conocer Málaga te garantiza la entrada a la zona VIP.

Podría hablar de la ilusión que me hizo la visita de Paula, de la derrota estrepitosa de los blancos en un Lucky Bar azulgrana, de la tarta de Kramerbooks, de nuestras crónicas frente al Capitolio recortado sobre un cielo gris, de cómo la bombilla de los jueves en Millie's and Al's no se encendió por ser lunes.

Pero de nuevo, me bloqueo, aunque sin darme cuenta ya haya contado un poco de lo que no puedo contar. Algo paraliza el resto de palabras en mi mente, algo que apenas me atrevía a esperar y que, sin embargo, ha tardado tanto en llegar. Me espera en la plaza y promete justo eso, palabras. Y supongo que llegan cuando más las necesito: cuando todo lo que saben hacer las mías es describir cortinas.

Qué nos va a pasar - La Buena Vida