20 de enero de 2009

At Last



Hoy es el gran día. Inauguration day, le llaman aquí. Los medios pronostican una afluencia de dos millones de personas en los dos kilómetros de Mall que se extienden entre el Capitolio y la Casa Blanca, mientras se baten todos los récords de audiencia televisiva. Un día histórico, rezan incansables los titulares, que hoy se sienten aún más cómodos empleando hasta la náusea su calificativo favorito. Me levanto, me preparo, y salgo a una calle semidesierta. Basta con bajar un poco por Connecticut Avenue, en mi camino diario hacia Efe, para comprobar que el tráfico está cortado y que la circulación de peatones se produce en un solo sentido: hacia abajo, hacia el río, los jardines, el Capitolio que hoy contempla medio mundo.

No he hablado aún de la plaza McPherson. En ella se produce el mayor misterio que he podido encontrar en esta ciudad sin misterios. Cuando la cruzo por las mañanas, está vacía, limpia, con la estatua del general en el centro; perfectamente acorde con el entorno solemne que rodea la Casa Blanca. Pero al volver a atravesarla de noche, al salir del trabajo, me toca esquivar plumas y picos que persiguen pedazos de pan. No sé dónde se esconden por el día, ni por qué pasan la noche allí, en una plaza sin estanque y rodeada de tráfico. Pero la plaza McPherson es, para el resto del año, la plaza de los patos.

En su variante diurna, la plaza de los patos está hoy tomada por activistas, que van entregando carteles para que la gente escriba lo que espera del nuevo presidente. Que arresten a Bush, que termine el imperialismo estadounidense, que salgamos de Irak, que dejemos de torturar. Las pancartas son grandes y cubren el suelo de la plaza, pero la tienda de los activistas palidece ante la carpa de venta de camisetas y chapas que se ha instalado a su lado y que, por mucho que se desgañite la enésima imitadora de Janis Joplin, atrae el triple de atención. No hay nada que hacer, hoy lo que cuenta es imprimirse su cara, su nombre, su lema.

Cámara de fotos en mano, esquivo la multitud uniformada de la calle 14. Me impresiona andar por la calzada y no ver más que las caras de la gente, de los niños subidos a los hombros de sus padres, con la bufanda hasta la nariz y la ilusión contagiada de eso que todos quieren, eso que necesitan y que por fin va a llegar.

Sabía que me tocaría verlo por la tele. Al menos las imágenes aéreas de la CNN lo merecen: millones de personas aguantando el frío por un político, devorando cada una de las palabras de un discurso milimetrado, aplaudiendo cada gesto. Yes we can. El Mall reserva su mejor ovación para el momento en el que el avión de Bush despega rumbo a su rancho en Texas. Yes we did.

Las cámaras se detienen en los rostros de los negros. Corre, enfoca a ese que roza los sesenta, rápido, que está hablando de cuando a su abuelo no le dejaban entrar en los restaurantes de Washington. Las lágrimas en los ojos, la barbilla temblorosa.

Cuando salgo de trabajar, el desfile no ha terminado, y las calles principales están cortadas. De nuevo hacia la plaza de los patos, me acompaña el olor a fritanga de los puestos que llevan 12 horas abiertos, y los gritos de los vendedores, ansiosos por deshacerse de los carteles, camisetas y chapas restantes a precio de ganga.

Los patos han vuelto. De los activistas, en cambio, sólo queda la basura. Eso sí, la carpa de souvenirs se mantiene en pie, triunfante, entre el bullicio de la calle K.

Para él, el día no ha terminado. Desde el escenario de uno de los bailes inaugurales, con la misma soltura que Billy Crystal en una ceremonia de los Oscars, se dirige a través de la televisión nacional a un grupo de soldados en Afganistán. Aplaude a los que son, como él, fans de los Sox; bromea y desata risas y ovaciones. Llega el momento romántico, y ella, en un largo vestido blanco, se reúne con él mientras suenan los primeros compases del mejor tema de Etta. "Por fin ha llegado mi amor, se acabaron los días solitarios".

Con el "God bless the United States of America" de la despedida, me pregunto si soy la única que ha notado ese olor a viejo. Entre las promesas de cambio, detrás del patriotismo, a la derecha del panfleto. Por un momento.

At Last - Etta James


18 de enero de 2009

Domingo



La novela que estoy leyendo es muy triste. Oscura, deprimente, con personajes perdidos que no consiguen encontrarse, ni siquiera cuando se permiten apoyarse en otros. Su protagonista, el más perdido de todos, se da cuerda cada día.
El ejercicio es preciso y eficaz: hace una lista de los motivos para seguir adelante, los objetivos que flotan en el horizonte, los sueños que cree tener, de los que nunca está demasiado convencido.

Pero los domingos no se da cuerda.

Decido recorrer las calles de la ciudad, llegar al famoso Mall en el que un calculado ejercicio de patriotismo musical ha revolucionado a un mar de gorritos y bufandas. Llego tarde, esta vez a propósito. Me abro camino a contracorriente, entre gente que repite los himnos de Springsteen y Bono, entre negros que cantan con el ritmo en la sangre, que hacen que las tres sílabas mágicas suenen armoniosas. O-ba-ma, O-ba-ma.

La Reflecting Pool está helada, y el Monumento a Lincoln, abarrotado. Es la primera vez que los veo. Me sorprenden las pocas ganas de hacer turismo que he tenido desde que llegué. Las ganas de pasear sin prisas, de perderme por las calles, de anotar curiosidades en un cuadernito negro, de crear historias.
El frío, supongo. La pereza. La desubicación. El domingo.

Guess I'm doing fine - Beck

17 de enero de 2009

Nightlife



Mi primer día en Washington, mientras cenábamos sushi y tempura, mi anfitriona pronosticó que yo saldría casi todas las noches. "Si vives por el barrio (Dupont Circle), todo queda cerca y acabas saliendo siempre, porque puedes irte pronto a casa", dijo.

Pero cuando las temperaturas no superan los cero grados celsius o los nosécuántos fahrenheit, salir por la noche significa fiesta-cena en una casa y, como mucho, excursión a paso acelerado a un garito que esté a tiro de piedra.
El lugar de reunión, un pequeño estudio del edificio que ocupo hasta conseguir mi propio piso, se llena enseguida de gente que trae vino, cerveza, vodka. Poco de comer, pese a que quedamos sobre las nueve: aquí todos han cenado a las ocho.

Es miércoles, y mi primera toma de contacto con el círculo de españoles de la ciudad. De tres a cinco años mayores que yo, la mayoría, y más arreglados. Hablan, por supuesto, de gente que no conozco, de sitios que nunca he oído mencionar; incluso cantan las canciones de uno de ellos, que ha compuesto tema nuevo. En plena apoteosis del concierto-karaoke, cuando voy empezando a sentirme a gusto, llega la policía. El único estadounidense presente se ofrece voluntario para disuadir al agente. Como en las pelis.

El viernes toca cumpleaños, y el mismo estudio hace hueco al triple de gente. Me voy presentando a todo el mundo: de Madrid; haciendo una beca con Efe; sí, la de Anna; sólo llevo cinco días; no, nunca he ido a Nueva York.

Se me olvidan los nombres de los tres estadounidenses, los uruguayos, los salvadoreños y la mitad de los españoles. En el bar, el reggaeton taladra los oídos y me fuerza a apalancarme en una banqueta, pero no me quedo sola. Un español me da consejos para manejar a los moscones. Una confusa catalana de paso por las américas me cuenta con todo detalle las complicaciones de la relación que ha dejado tendida en casa. Un colombiano que escribe un libro sobre el amor diserta sobre el olfato que nos hace enamorarnos de una persona y no de otra, y se proclama mi mejor amigo "aunque seguramente no volvamos a vernos".

Desde la banqueta, escuchando a extraños que me hablan con la confianza de un amigo de toda la vida, intento imaginar una noche de fiesta similar en Madrid. Imposible.

DC is different. Y cierra a las 3.

Let's Dance to Joy Division - The Wombats


14 de enero de 2009

Estreno



"Siempre hay una primera vez para todo. Y siempre da más miedo de lo que debería, y una vez que todo ha terminado, te das cuenta de que no había razones para estar tan nerviosa".

Siempre me digo lo mismo, y nunca sirve de nada; pero, por si acaso, me lo repito una vez más momentos antes de pisar, por primera vez, la delegación de la agencia en Washington.

El edificio en el que se encuentra la oficina es imponente. El letrero de "National Press Building", flanqueado por media docena de banderas, te prepara para los aires de grandeza que se respiran en la entrada. En ella, decenas de televisores anuncian que te encuentras en el mayor centro periodístico del país, en el que cientos de medios de todos los rincones del mundo tienen sus redacciones centrales.

El ambiente en el interior, en los pasillos de las plantas, es todo lo contrario a lo que yo imaginaba: tranquilo, cordial, extremadamente correcto. Un centro comercial en la planta baja y un enorme y sofisticado club de prensa en la última ponen el toque justo de ajetreo. El estrés queda tras las puertas, y las educadas sonrisas que se dirigen quienes se encuentran en el ascensor dan la impresión de que el medio para el que tú trabajas es el único que avanza a un ritmo frenético, mientras los demás toman un café leyendo el periódico.

Y llega el momento inevitable. Planta 12, suite 1220. Qué bien suena. Puertas de cristal, parqué, ventanales inmensos con vistas sobre el Departamento del Tesoro y la azotea de la Casa Blanca. La jefa, en su despacho, pegada al teléfono. No me atrevo a molestarla, y me presento a los redactores. Parecen agradables, callados, eficaces. Ella no tarda en venir a saludarme, y me sorprende con un abrazo y un "estás poco abrigada". Me habían dicho que era un poco madre. Se escandaliza al conocer mi edad, y me da un discurso, en absoluto tópico, de esos que hacen pensar en todo lo que te queda por aprender. Me pregunta sobre qué sé escribir, y no sé muy bien qué responder. A eso he venido, supongo. Refunfuña de nuevo porque vengo de deportes, y me recuerda que soy una privilegiada por aprender a hacer periodismo en esta ciudad.

Una reunión de dos horas con todos los compañeros más tarde, salgo a la calle, hasta el jueves. Ella no ha dejado de mirarme, escudriñando, impaciente por saber qué clase de género le han mandado este año desde Madrid. Pero, extrañamente, no me he sentido intimidada, ni pequeña, ni desubicada.
La calle 14 no se me hace grande, y me sorprendo a mí misma pensando en qué aspecto tendrá cuando cambien las estaciones y mi paso sea cada vez más firme.

This Time Tomorrow - The Kinks

13 de enero de 2009

Pre-impresionismo



Lo malo de empezar una nueva vida en Estados Unidos es que no hay exotismos que valgan. Tenemos sus productos hasta en la sopa, consumimos la cultura que nos venden, nos sabemos la vida y milagros de sus famosos y vivimos determinados por sus movimientos políticos. Todo el mundo ha visto tantas películas ambientadas en sus ciudades que resulta difícil sacudirse esas imágenes grabadas en el cerebro a la hora de lanzarse por primera vez a sus calles.

Mi primer paseo ha sido el de la turista desorientada e impaciente, la que aún no sabe bien dónde se encuentra pero quiere certificar, desde los primeros vistazos, si todo es como lo imaginaba. Si hay tantos puestos de comida rápida, si hay más banderas que edificios por manzana, si la gente bebe café en un vaso de cartón sin despegarse del móvil, si la policía está por todas partes, si todos los autobuseros son negros...

Y me ha sorprendido no sorprenderme; comprobar que, salvo algunas exageraciones, la que se encuentra ante mí es una realidad a medida de los tópicos. Una realidad aún plana, eso sí, con tantos matices por añadir y peculiaridades por comprender, pero al fin y al cabo una realidad, una certeza más familiar de lo que me esperaba.

La calle Connecticut, amplia y llena de tiendas, me resulta impersonal. Sus altos edificios de oficinas contrastan con casas mucho más bajas, en las que hay bares y exclusivos locales nocturnos que ahora quedan camuflados, en una mezcla que parece de cartón piedra, de decorado de película de ejecutivos agresivos.

Tras la cuenta en el banco y la búsqueda inútil de un supermercado, un timo para comer (medio sándwich y una mini ensalada, 7,50 dólares) y un primer café americano pausado, reposado... y de pésimo sabor.

Suddenly Everything has Changed - The Flaming Lips

12 de enero de 2009

Océano



Aeropuerto de Madrid-Barajas. 11 de la mañana. Cola interminable. Su visado, por favor. ¿Lleva en su equipaje de mano algún objeto que pueda ser utilizado como arma? Menos mal que no hay sobrepeso, aunque me voy a herniar llevando esas dos maletas yo sola. Hay que ir ya a seguridad: no puedo alargar más la despedida. Abrazo a mi madre más de diez veces, y le doy un beso a Javier expresamente para que me ponga cara de asco. Mientras saco el portátil de la mochila, mi madre me saca una foto: bronca de los de seguridad. No podíamos pasar inadvertidos. Mientras paso los controles, siguen saludando. Javier hace reverencias. Cómo les voy a echar de menos.

Control de pasaportes. Necesito una botella de agua, y apenas tengo euros. Cuando voy a embarcar, ya van por la última llamada. Cómo no. Entro en el avión. Ya es la quinta vez que me piden el pasaporte. Busco mi asiento. Me ha tocado en la cola, al lado de un chico con pinta de español. El espacio del asiento es tan pequeño que no sé cómo va a caber la mesa para comer. Al menos es ventanilla. Trato de imaginar cada una de las calles de mi ciudad. Las veo, encabezadas por las torres Kio y por los monstruosos rascacielos que hay al lado de La Paz, y observo la sierra completamente nevada. Las calles se van empequeñeciendo, difuminando. Podría estar contemplando cualquier otra ciudad.

El de al lado no es español, porque no me entiende cuando le pido que me deje pasar para ir al baño. Será yankee, universitario. El poco espacio que hay es agobiante. Eso sí, no faltan las pantallitas individuales con películas a la carta. Y yo sin auriculares. Compro unos por cuatro euros, y se me rompen nada más abrirlos. Veo media serie de la HBO. Va a ser muy raro oír constantemente "you know?" y "oh my god" a mi alrededor. Las 14:30. La comida está mala, pero hay un sucedáneo de brownie. Hurra.

Me despiertan dos chicas que, de pie dos filas por delante de mí, comentan las maravillas que supone la prohibición de fumar en las discotecas estadounidenses, aunque lamentan que no se pueda hacer botellón. Las 17:50. Mi compañero rellena los papeles de inmigración. Es universitario, pero no yankee. De la universidad de Buffalo, o eso pone en el libro de manga y anime sobre el que la azafata ha vertido amablemente media lata de coca-cola.

Qué suerte haber subido la persiana justo en el momento en el que comienza a atisbarse la costa este. El delta de un río, y los colores del atardecer. Una foto detrás de otra. Las 20:30. Anuncian el aterrizaje en Filadelfia. Cambio la hora. El momento previo a que las ruedas toquen el suelo es el único que me da miedo cuando vuelo. Lo primero que veo al entrar en el aeropuerto es un McDonald's.

La cola de inmigración es interminable. Se me cuela un italiano sin disimular lo más mínimo. Leo. Una hora y cuarto más tarde, es mi turno. Voy a perder el segundo vuelo. El oficial me dice que la de periodista es una profesión muy emocionante. No me ha preguntado si quiero matar al presidente. Un negro con uniforme del aeropuerto insiste en llevarme las maletas en su carro. Le parece importante subrayar que es de los Redskins de Washington. Corro a la terminal C. Cuando llego, veo que han cambiado el vuelo a la terminal de la que vengo. No voy a llegar. Menos mal que hay un vuelo una hora más tarde, y no ponen ningún problema en cambiármelo.

Todo el vuelo ha sido a oscuras, con un gordo comiendo rosquillas a mi lado. Sigo sin poder dormir. Apenas se ve Washington por la ventanilla, sólo el Potomac rodeado de luces. Podría estar contemplando cualquier otra ciudad. Las 20:00. Otra vez las ruedas.

Welcome to the United States of America.

Transatlanticism - Death Cab for Cutie

10 de enero de 2009

Comienzo

Llegó el momento. Ese que he estado esperando meses, quizás años. El que tantos han intentado describir con todo detalle, para el que me han animado y me han prevenido, para el que sobran las indicaciones y faltan las certezas.

Las maletas están semicerradas y las pistas se han descongelado. Unas pocas horas de sueño son lo único que me separa del cambio más radical al que me he enfrentado nunca, y, sorprendentemente, estoy tranquila. Soy consciente de que cruzar la puerta de embarque marcará un comienzo, y de que la despedida no alcanzará para comprender todo lo que dejo atrás. El regreso será el de una persona diferente, a un entorno cambiado y en unas circunstancias distintas. Al menos, ese era el plan. Ahora mismo toda esa racionalización de mi desarrollo personal me parece absurda, y sólo creo en dejar que esta historia se escriba, y que vaya escribiendo sobre mi.

No hace falta conocerme mucho para saber que siempre tardo demasiado, y que siempre llego tarde. Necesito tiempo para reflexionar, para expresar todas esas cosas que van perdiendo gran parte de su sentido al verbalizarlas. Contar las historias con calma, ir acostumbrándome al sabor del café aguado sin dejar de dibujar círculos con la cucharilla.

Ahora sí, estoy lista para el despegue.

In the aeroplane over the sea - Neutral Milk Hotel