30 de septiembre de 2009

Aeropuerto



Siempre me ha fascinado lo evidentes que se hacen las soledades en los aeropuertos. Quizá sea el efecto conjugado de los interminables pasillos, el escrutinio de las autoridades, las miradas que se cruzan por un segundo y la expresión lánguida de los solitarios, que contemplan a las parejas que se abrazan en la cola de embarque. Con tres horas de sueño y la mente aún nublada por la víspera, todo esto parece hacerse más evidente. Me pregunto cuántos escritores habrán encontrado inspiración en este escaparate del mundo en reposo. Escucho música en un idioma que no entiendo del todo, reservando las palabras más bonitas para amoldarlas a un inestable estado de ánimo. Releo palabras que me provocan sensaciones contradictorias, que me presionan el pecho y me regalan alegrías efímeras. Me doy cuenta de que me encuentro en un momento clave. Quizá demasiado. Y mientras termino de escribir un texto que seguramente perdería toda cohesión si lo leyeran ojos más despiertos, me remito a la soledad del aeropuerto, esa que siempre me lleva a alguna parte sumida en una espera aletargada. Y en cuyo aplazamiento de la rutina, de las decisiones, de los momentos clave, me siento cada vez más arropada.

Ticket to Ride - The Beatles

26 de septiembre de 2009

Tequila



Llego de noche, y para empezar, me timan en una de las compañías de taxis que se desgañitan desde ridículas cabinas para obtener clientes. Me pregunto si esta primera imagen será representativa del mar de fueguitos que se me presentaba inabarcable desde la ventana del avión. 20 millones de habitantes, un mapa disperso y un taxista que intenta darme la bienvenida con Corazón Espinado. He perdido la hoja de instrucciones, pero recuerdo vagamente el nombre de la calle y, sobre todo, el del barrio. Una vez allí, la arquitectura cambia, se puebla de árboles y de tiendas de diseño. Pero apenas hay luz, y nos cuesta encontrar el hotel con la suite más divina del Distrito Federal.

El primer abrazo es entusiasta; el segundo, soñoliento. Aquí estamos, comenzando la aventura tantas veces planeada. Tres horas de sueño inquieto, y otro frío taxi a un nuevo aeropuerto.
En Mérida llega el calor, y con él, los vestidos. Paseamos nuestro glamour en coche de caballos y lo acomodamos en un autobús hacia ruinas mayas que desatan una tormenta al primer sacrificio. Tulum nos deja probar el tequila, y nos acunan la luz de las velas y el sonido del mar. La segunda tormenta nos encuentra en la playa, así que nos vamos de excursión con Miguel Ángel, que se avergüenza de su disco de narcocorridos. Pero nos acaba contando historias de los narcos más temibles, y yo me convierto en anécdota cuando creemos conocer a uno.

Playa del Carmen es como esperábamos. Cristalina, relajante, adinerada. Una versión rebajada de lo que nos parece Isla Mujeres desde la cubierta del yate, mientras bailamos y debatimos sobre la estética de las aletas de buceo. El hotel es insufrible, los bares son de guiris, y la comida es espléndida. Vacaciones en el mar.

DF nos recibe templado, con su historia oculta en edificios inmensos y su aroma a cultura impregnada de caos. El sol sigue siendo un misterio en Teotihuacán, y las piedras carcomidas sólo nos dejan intuir su secreto. Entre sus paredes resuenan nuestras historias, las antiguas, las no tan antiguas, las que nos han hecho como somos. Y en la suite de Polanco nos espera la otra voz, dispuesta a contar, gritar y desgañitarse en las noches de Antara, en las fiestas frioleras, junto a los mariachis que no hacen más que llorar y llorar, que hacen de México un lugar lindo y querido. En Garibaldi, entre caballito y margarita, con dinero y sin dinero, hacemos siempre lo que queremos.

El Rey - Vicente Fernández


17 de septiembre de 2009

Virus



Otro estornudo. Y otro. Y otro más, esta vez con eco de risas.

A estas alturas ni siquiera he aprendido que tengo que hacerlo sobre la manga y no en las manos, esas que luego se apresuran sobre el teclado y frotan los ojos cansados de estar fijos en el editor, mientras la pantalla centellea cifras espeluznantes y recuerda consejos de autoridades.

El virus es potente, etéreo, omnipresente. Y mi primer encargo específico en una redacción. Así que lo busco, lo rastreo, lo moldeo y lo distribuyo. Con cuidado de dosificar la alarma al máximo, de que el titular diario no alimente las inquietudes más espoleadas.

Pero mi utopía informativa dura poco: no tardan en recordarme que lo que cuenta es subrayar, alertar, sorprender. Que, aún a riesgo de activar hipocondrias, todo lo suavizable se refuerza, y lo tranquilizador es secundario. Y la nota diaria es potente, redonda en cifras, carne de portada de diario desteñido.

A este paso, me va a costar dejar de estornudar.

Get me Away From Here, I'm Dying - Belle & Sebastian








2 de septiembre de 2009

Destino



Siempre me ha costado creer en el destino. En esa especie de hilos que nos unen con ciertas personas, aquellas de las que está escrito, con tinta invisible y en algún libro olvidado en un estante demasiado alto, que deben pasar por nuestra vida, y en último término, quedarse. Siempre se me han resistido la cosmovisión y los planes predefinidos para cada persona, con sus giros inesperados y sus tramas enrevesadas. Me gusta pensar que puedo cambiar el rumbo de las cosas, que los acontecimientos responderán a mis decisiones. Pero, en una más de mis exasperantes contradicciones, hace tiempo que decidí dejar de lado mi escepticismo y apostar. ¿Qué pasaba si, efectivamente, algo inesperado, aparentemente imposible, estaba de hecho escrito y yo pasaba página?

Contra toda lógica, agarrar la escalera para bajar el libro de su estante me condujo a la historia más maravillosa que podía imaginar, con sus giros inesperados y sus tramas enrevesadas. Por primera vez, no importaba si algunos capítulos eran demasiado oscuros. Lo fundamental era el final, esa meta ansiada en la que se demuestra que, en efecto, se trataba del destino. Y en la versión cinematográfica suenan los violines, y los críticos escriben "pastelazo" en una libreta negra, y los cínicos tiran palomitas a la pantalla.

Sin embargo, hace demasiados días que no me atrevo a leer. Poco importa que la marca en el libro se acerque cada vez más al prometedor final: los giros de guión me marean, y me paraliza el miedo a que el redoble de tambor que precede al desenlace no comience, tampoco, en el siguiente capítulo. Ese final se ha convertido en algo demasiado importante. Y siento que escapa a mi control. Que mi papel en esta historia se limita a leer, con toda la atención volcada en las letras, esperando que el escritor tuviera un buen día cuando pensó esa última página.

Copenhague - Vetusta Morla