25 de marzo de 2009

Insomnio



No es una novedad, pero hoy tampoco puedo dormir.

En mi cabeza suena, una y otra vez, aquella canción que hablaba de contemplar las luces de un semáforo. De observar cómo se pone rojo, amarillo, verde, y otra vez rojo; y saber que lo único que tienes que hacer es pisar el acelerador cuando las reglas que definen esas luces te lo permitan. Y ser, aún así, incapaz de hacerlo. Quedarse congelado. Esperando, en el fondo, que el acelerador se accione solo. Y fallando en el intento.

It's not - Aimee Mann

22 de marzo de 2009

Potomac



No recuerdo haber vivido un domingo como este desde que llegué. Y lo cierto es que no sé explicar bien qué lo ha hecho diferente. Quizá el sol, la mejor hamburguesa de la ciudad, la buena compañía, el encanto de Georgetown. Quizá que, por primera vez, me he sentado a la orilla del Potomac, sin nada más que hacer que contemplarlo. Potomac. El nombre es contundente, rotundo. El río, ancho, caudaloso. Ya que parezco destinada a no encontrarme nunca con el mar, agradezco vivir por fin en una ciudad con un río decente. Un río que pueden recorrer familias de patos y gansos, que pueden sobrevolar gaviotas, junto al que corren los perros, al que se caen las pelotas de los niños. Ante el que uno de esos dos que llevan toda la tarde con la sonrisa tonta y las manos sudorosas ha planeado dar el primer beso; y está decidido a hacer que parezca casual, que no se note que ha elegido justo ese lugar, frente al puente tras el que empieza a ponerse el sol. Y, por si no me estuviera poniendo lo suficientemente cursi, empiezan a florecer los cerezos. Y pienso en la primavera que nunca pasé en Japón. Y me doy cuenta de que, en Estados Unidos, no será la misma. Tendrá, como todo aquí, ese regusto a imitación, a copia ampliada de un detalle. Pero una copia de las que dan ganas de buscar, de salir a la calle, de trazar un camino invisible junto a un caudal inmenso.
De las que cambian los domingos.

Meet me by the water - Rachael Yamagata

2 de marzo de 2009

Nieve



Dos días antes de emprender mi aventura yankee, me robaron el iPod entre el jaleo de las rebajas de Madrid. Era increíble que nunca antes me hubiera pasado algo así, tras 23 años con el bolso semiabierto y los bolsillos descuidados. Consecuencia: ni una canción en mis oídos durante el largo transatlanticism. Indescriptiblemente duro. El régimen acústico duró todavía un mes más, el que tardé en encontrar el tiempo para comprar uno nuevo. Sobreviví a base de ruidos de la calle, de oh my gods exclamados entre Blackberrys, de megafonía del metro. Y mis oídos, acostumbrados a la forma del casco e indignados por semejante dieta, salivaban pensando en un rectángulo plano que almacenase horas y horas de música.

Por fin, el régimen acaba y, dispuesta a restablecer mi rutina sonora, pulso play segundos antes de abrir la puerta de casa. El piano toca los primeros acordes de The Scientist, al tiempo que aparecen ante mis ojos docenas de minúsculos copos de nieve. Nunca había visto copos tan pequeños. No creo que, si alargara la mano, sintiera siquiera su tacto al caer. La nieve cae al compás de las notas, y me hace sonreír. Siempre lo ha hecho. I have to find you, tell you I need you. Las aceras blancas que, en un barrio de casas unifamiliares, nadie se ha molestado en despejar, me recuerdan la nevada con la que me despedí de Madrid. Tan diferente el entorno y, sin embargo, tan parecido. Tan poco tiempo y, sin embargo, tan lento. Nobody said it was easy.

Y hoy, un mes después, vuelve a nevar. Copos más grandes, esta vez, más decididos; y un manto más grueso. Mis botas se hunden en varios centímetros de nieve virgen, desplegada sobre un asfalto irregular que me hace tropezar. Hoy es la guitarra la que mueve los copos, y una suave voz masculina la que susurra. Don't let yourself grow cold.

The Fox in the Snow - Belle and Sebastian