23 de agosto de 2009

Espíritu



Cada vez que, de pequeña, me tocaba aguantar sermones interminables sobre el pecado del hombre y los sacrificios de Jesús, mucho antes de que las esforzadas tácticas de evangelización de los curas del colegio me convirtieran en una agnóstica sin remedio, soñaba con que el párroco despetrificara su expresión, aligerara su discurso e incluso se convirtiera, por qué no, en otra Whoopi Goldberg que se esfuerza por llevar al templo todo lo bueno del burdel.
No hace falta decir que el cura nunca se travistió, y los sermones nunca se acompañaron de melodías y palmas. Por eso, al entrar en una antigua iglesia de Harlem junto a una multitud que se trata como familia, me viene de golpe el recuerdo de la aspereza de la madera en las rodillas desnudas.

El coro, compuesto por una docena de negros de todas las complexiones y un enjuto anciano blanco que apenas se atreve a alzar la voz; el piano, el órgano y la batería, e incluso la mujer vestida de rojo que se apasiona desde el púlpito, se convierten en secundarios de lujo del inevitable protagonista: el reverenciado pastor. Su atuendo es de lo más sobrio, excepto por las botas de agua que utiliza para sumergirse en una enorme bañera durante el bautizo, y no deja caer ninguna pista de lo rotundo de su discurso. Sin túnica ni hábitos, sin más apoyo que la retórica, instiga, más que la sumisión del rebaño silencioso, el agitamiento y la revolución de unos fieles entregados de antemano. Alza la voz, suda, se entrega tanto al mensaje que no se deja recuperar el aire, jadea como un animal, sus pulmones se quejan por las cuatro paredes. Y cuando, dos horas y media más tarde, decidimos abandonar la escena, ninguno de los parroquianos se ha cansado de jalearle, de dar gracias eternas, de pedir a Dios que les salve de la tentación.

Trato de recordar el rostro del anciano cura de la iglesia de mi barrio. Sus lecturas del evangelio eran interminables, pero al menos, nos dejaba ir en paz.

Hallelujah - Jeff Buckley

17 de agosto de 2009

Norte



La música de mi iPod se mezcla con la explicación del guía, un trotamundos de 70 años que trató de aliviar su frustrado sueño de ser actor con incontables sellos en su pasaporte. Con el pelo amarillento pegado sobre la frente y una marcada erre de ruso, deletrea los conceptos indígenas que dieron nombre a cada uno de los estados que cruzamos en esta ruta hacia el norte. El verde del campo me pierde en pensamientos inconexos, que acaban por reencontrarse para replantearme lo que queda atrás; mucho más atrás de los rascacielos, los ríos salados y las cataratas urbanas. Poco a poco, el sueño de dos días me va venciendo, y mis párpados sólo dan tregua ante la hilera de casas unifamiliares de un pueblo sin nombre, con sus banderas en los porches y sus vistosos concesionarios de segunda mano.

Desde la proa del barco, el rugido de las cataratas es más débil de lo esperado. Me esfuerzo en lograr la foto perfecta, en inmortalizarnos con nuestros gigantescos chubasqueros azules. Pero el objetivo de la cámara se va empañando, y dispersa cada vez más los tonos de blanco.

Y sólo queda agua, vapor, lluvia, volando sobre nosotros, empapándonos la cara.
Y ojos cerrados con fuerza, y gritos. Y sonrisas.

Canadian Girl - The Walkmen

16 de agosto de 2009

Manzana



Las escasas cuatro horas de sueño se traducen en un aterrizaje pesado. Y un agotador paseo por el mercadillo, y una siesta que no logra ser reparadora. El sol agobia a las gárgolas del Chrysler, aquel estilizado gigante que creció a la sombra del Empire State, y nos espera una calculada ruta por el barrio financiero y un ferry hasta Staten Island, donde apostar por el pez más rápido del acuario es la actividad estrella. Encadenamos las espectaculares vistas de la estatua de la Libertad, de la abarrotada Manhattan y la histórica Ellis con el perfecto salto mortal de unos bailarines de breakdance del Bronx sobre una fila de ocho niños; y unos percusionistas jamaicanos cierran la tarde al ritmo de un extraño instrumento digno del gran Bob.

Nos adentramos en el muelle 17 con el sol rozando las torres de Brooklyn, entre la marea de flashes hacia el puente, frente a los veleros que surcan el East River. Y no puedo evitar pensar en lo que he dejado sobre la mesilla de noche; y en si seguirá allí cuando regrese.

New York, I love you, but you're bringing me down - LCD Soundsystem

12 de agosto de 2009

Visita



Lo recuerdo como si fuera ayer. Era mi cumpleaños, el noveno o el décimo, y ella no iba a pasarlo conmigo. Tenía un viaje a Sevilla, no sé si de ocio o de negocios, poco importaba. Se lo reproché hasta el infinito y más allá, y, haciendo gala de un rencor que espero no haber aplicado más que esa vez y aquella otra que me sentó mal la paraguaya, se lo seguí recordando años más tarde.

Esa fue la única excepción. El resto de cumpleaños arrancaron con las canciones de su niñez gallega al despertar, miles de besos y abrazos para empezar el día y una tarta de chocolate con fondo de azulejos setenteros para almorzar.

Pero esta vez, fui yo la que falté a la cita, y sus intentos de cambiar el escenario de fondo en la fotografía no lograron concretarse.

Así que pasaron siete meses, e intentamos sustituir con llamadas las tardes de series, las noches de charlas, las mañanas de café soluble. Yo echaba de menos su sentido del humor, la expresividad de sus ojos, las palabras en las que tan poco confía; y ella me llamaba desde el cuarto que he habitado desde que tengo memoria, convertido en improvisado estudio.

Por eso, cuando se acerca la fecha señalada, garabateo su apellido, en parte para cumplir mi inexplicable sueño de esperar a alguien en un aeropuerto con un cartel. Me planto en el pasillo de salidas, y espero hasta ver llegar a la tropa que ha cruzado el Atlántico. Y me emociono con la sonrisa de mi hermano, la energía de mis tíos, la alegría de mis primos. Pero las lágrimas no llegan hasta que la abrazo a ella, y me confiesa que, pese al viaje y el cambio horario, no está nada cansada.

Mama - Stephen Malkmus

7 de agosto de 2009

Noche



Cruzo Dupont por el camino de siempre, subo la calle 19 y llego a casa más rápido que de costumbre. No creo que sea el ambiente pegajoso de nuestro bar del verano, ni las cervezas a tres dólares sin nada en el estómago. Debe ser otro factor, de momento indescifrable, el que me ha hecho apresurarme a casa y ahora hace que me resista a abrir la puerta, que abandone toda racionalidad y ceda al impulso de sentarme en una acequia de la acera. Para emprender un detallado estudio de las enredaderas de la casa de enfrente, mientras los mosquitos revolotean en la farola al son de acordes de banjo y guitarra. Y admirar las baldosas rojas que sustituyen, sólo en esta calle, a los bloques de hormigón; y observar cómo una pareja se acerca, a lo lejos, bajo los arcos que forman los árboles de los patios de entrada. Para no notar cómo, poco a poco, las nubes de mi mente se van confundiendo en un enredo que esta asfixiante humedad no parece dispuesta a desenmarañar.

Si aún hubiera luciérnagas en el patio, juraría que la ciudad no cambia con las estaciones.

Gold in the air of summer - Kings of Convenience