Su cara era la más cotizada en la gran pantalla, y los programas desteñidos se desvivían por revelar los secretos de su éxito. Él no tenía problema alguno en llenarles los platós de historias.
Atendía preguntas impertinentes con la más irreprochable cortesía, deleitaba al público de sobremesa con sus escarceos y desengaños amorosos, y alimentaba los sueños de divorciadas, solteronas y casadas con descripciones milimetradas de su mujer ideal, aquella de la que esperaba enamorarse locamente algún día.
Si la espectadora tenía la suerte de encender la televisión en uno de los días nostálgicos de Martín, podía incluso escucharle hablar de su gran amor perdido, el que se le escapó con un viento de abril y le condenó a una serie de romances frustrados por la comparación, a una retahíla de fracasos orquestados en la sombra por aquella mujer a la que ninguna había conseguido igualar.
Luego, horas después de entretener al equipo del programa con su encanto de dandi y de agenciarse otro suculento pago en concepto de intimidad, traspasaba de puntillas el umbral de su casa de lujo, se quitaba los zapatos de diseño y trazaba el sigiloso camino hasta aquellos otros pies, los que le esperaban gélidos en la enorme cama, en el extremo opuesto a los rulos y la crema de noche.
La abrazaba despacio, con la más delicada de las ternuras, con los brazos entrelazados en una caricia imperceptible.
A veces, cuando no volvía muy tarde, y justo antes de dormirse, llegaba a escuchar sus susurros.
"Hoy lo has hecho muy bien, cariño. Qué orgullosa estoy de ti".
12 de septiembre de 2010, 22:37 de la noche (hora estándar del este).
Primer propósito: no volver a engañar con las fechas de publicación. No volver a escribir en octubre lo que corresponde a agosto, por mucho que la perspectiva y el conocimiento de lo que vino después le den otro sentido, y quizá, otro sabor.
Podría fechar esta entrada hace 50 días, en el preciso momento en el que un vuelo indeterminado con un trébol en la cola aterrizó en un aeropuerto desconocido para mi. Fingir que escribí estas líneas entre la rubia oxigenada con diadema de leopardo que agotó la oferta de cine romántico en las pantallitas individuales y el musculado latino que contaba sus historias en el ejército para que la chica de su derecha olvidara su miedo a volar. Describir el momento en el que escogí de nuevo la etiqueta de "non-citizens", y la sensación de irrealidad durante la larga espera en la cola de inmigración. Las filas de chinos, indios, europeos; la misma explicación sobre qué me trae a Estados Unidos. La impresión de estar pisando mis propios pasos, de ver las huellas dirigiéndose hacia la recogida de equipajes y acertar inequívocamente en su contorno.
En realidad, Washington no fue nunca una meta. Fue, en su momento, la suma de una serie de factores que me llevaron a una experiencia que no cambiaría por ninguna otra. Y es, ahora, la suma de otra serie de factores, entre ellos una suerte que no puedo dejar de nombrar, la que traza unos puntos supensivos con mucho papel en blanco por delante. Podría explicar el camino que me ha llevado hasta aquí. Podría desgranar los muchos tropiezos de los meses anteriores. Pero esta no es una historia de comienzos, sino de caminos; a veces subrayados, a veces titubeantes. Quizá me cueste escribirlos como antes. Quizá necesite probar otros registros, enfocar historias e incluso inventarlas. Pero todo eso aún está por llegar.
De momento, casi 600 días después de aquel 11 de enero, mi vida en Washington vuelve a empezar a escribirse.
El regreso será el de una persona diferente, a un entorno cambiado y en unas circunstancias distintas. Al menos, ese era el plan. Ahora mismo toda esa racionalización de mi desarrollo personal me parece absurda, y sólo creo en dejar que esta historia se escriba, y que vaya escribiendo sobre mi.
Me cuesta arrastrar mis tres maletas de dimensiones dinosáuricas por los estrechos caminos excavados en toneladas de nieve. De hecho, tengo que dejar una de ellas atrás mientras hago aspavientos para parar un taxi; con un ojo puesto en cada lado de la calle, por si acaso los más malosos de la ciudad no hubieran tenido suficiente con robarme la bici. Mis ocho capas de ropa y mi arte para transportar el exceso de equipaje parecen hacerle gracia al taxista, que decide que el viaje es el momento indicado para analizar la vergonzosa situación económica de su Jamaica natal, en un inglés agarrotado que sólo me permite entender los know what I mean que intercala. Le digo que sí, que lo sé, que es todo terrible. Ni se me ocurre confesarle que ahora sólo tengo ojos para el Monumento a Lincoln que descubrí en abril, el Memorial Bridge que atravesé junto a moteros en mayo, el cementerio de Arlington que se escondió hasta noviembre y el Potomac, que siempre ha estado ahí, inalterable, rotundo como su nombre.
Cuando la interminable espera en el aeropuerto deja de desesperarme y puedo por fin ocupar uno de los asientos claustrofóbicos que me descubrieron el Atlántico a la ida, trato sin éxito de acomodarme, saco mi libreta-guía de Washington y me decido a anotar cualquier recuerdo disperso del año en las muchas páginas en blanco que le quedan. Estoy segura de que lo reflejarán mucho mejor que ningún texto meditado y masticado en el blog. Pienso en aquellos primeros días de comienzos dubitativos, de nervios en la oficina, del miedo a ser lenta, de los 47 intentos para grabar mi primera crónica de radio; y me cuesta hilarlos con las sensaciones del último mes, de verme como una más, de estar como en casa y sentirlos como familia. Mi familia del otro lado del Atlántico; la que me corrigió los errores y me inspiró a ser mejor, pero también la que me compró tarta en mi cumpleaños y me cargó de consejos en diciembre.
Detrás de mí, a unas dos filas de distancia, hay un niño que llora. Es un vuelo transatlántico; no podía faltar. Pero ya ha me ha distraído de mis propósitos de hacer balance como cinco veces, y como resultado, la libreta sigue en blanco. El avión se tambalea: entramos en turbulencias. Desisto. Así no se puede. Cierro la libreta y los ojos. En realidad, pienso, la familia también estaba lejos de la calle 14; en mi barrio, aunque no en mi casa. La despedida ha sido inolvidable, y los dos últimos meses, los mejores. Supongo que siempre pasa lo mismo.
La definición global se me está escapando, y ni siquiera sé si quiero atraparla. Este ha sido el año de la búsqueda. No sé si he encontrado lo que perseguía, porque nunca he sabido señalarlo. Pero sé que no he dejado de buscar. A veces a tientas, a veces demasiado consciente. Constantemente. Puede que algún día pueda explicar lo que he encontrado, o puede que no. Puede que, como ha ocurrido con este blog, que vio frustrado su sueño de convertirse en crónica actualizada de mis vivencias, nunca logre acompasar los recuerdos en la libreta y vaya comprendiéndolos sólo a cuentagotas, a destiempo. Como se comprende lo extraordinario.
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En los versos que alguien imprimió en las paredes de la abismal salida del metro de Dupont, Walt Whitman hablaba de una experiencia dulce y triste. Era 1876 y el poeta escribía sobre la guerra, la desolación extrema de la destrucción humana.
¿Por qué era dulce, entonces?
Porque todos los recuerdos lo son.
The District Sleeps Alone Tonight - The Postal Service
Nadie celebra la navidad como los estadounidenses.
Mi casa parece un centro comercial de película, con un descomunal árbol recién arrancado del bosque y con frondosas ramas verdes enroscadas en toda superficie enroscable. Las miles de pequeñas luces son cegadoras y los gigantes lazos rojos son excesivos, pero he de reconocer que hay una parte de mi que siempre quiso bajar por una escalera iluminada hasta un salón pintado de verde y rojo.
Qué le voy a hacer, siempre me ha gustado la navidad. Supongo que no encaja con mi habitual escepticismo hacia toda fiesta convencional, celebrada en masa según un calendario mundial. Y reconozco que odio que los escaparates empiecen a vestirse de fiesta tan pronto. Pero es ver brillar las lucecitas blancas, y sentir el frío inconfundible de diciembre, y transformarme por completo. Últimamente sospecho, sin demasiada posibilidad de comprobarlo, que la culpa de toda esta cursilería repentina la tiene el brillo en los ojos de los niños cuando se les habla de trineos y reyes y regalos.
Y, sin darme tiempo a controlar mi revolución anímica, llega la nieve. Ya conté, hace nueve meses, la sensación que me provoca la nieve desde que tengo recuerdo de ella. Desde aquellas contadas veces en las que en la terraza de mi casa se acumulaban tres dedos de nieve virgen, y era feliz sólo con pensar en la sensación de dejar la huella de mis botas en ella, y en los dedos entumecidos por el muñeco de nieve con botones de verdad y nariz de zanahoria.
Esta vez nieva mucho, muchísimo más. Nieva hasta el punto de que es casi imposible abrir la puerta de casa. Nieva durante horas y horas, hasta enterrar los coches aparcados e impedir el paso de los que pretenden moverse.
Desde mi ventana, que pronto dejará de serlo, veo cómo los copos se enroscan, se revuelven, giran en todas las direcciones imaginables.
Hasta que, al día siguiente, paran; y salgo a cazar imágenes blancas. Entre resbalón y resbalón, sólo llego hasta la plaza; y las manos se me congelan, pero nunca guardo la cámara. Fotografío cada calle, cada casa, cada detalle insinuado por la avalancha.
Intento que el objetivo plasme con precisión la inigualable luz de la mañana, el increíble contraste entre el azul y el blanco. Intento guardar las imágenes en la retina, no sea que las fotos se pierdan. Fijarme en las cosas en las que no suelo reparar a menudo. No perderme ningún detalle.
La primera vez que salí al supermercado de mi barrio, una mujer me maldijo a mi y a toda mi futura descendencia por no querer darle las vueltas de la compra. Poco después, mientras me acercaba al trabajo una mañana de febrero, un desconocido avanzó directo hacia mi con los brazos extendidos, proclamando a gritos que habernos encontrado tenía que ser cosa del destino.
En una ciudad de gente que camina sola, con los ojos fijos en el suelo o en un carísimo aparato multimedia, es inevitable que los que hacen suya la calle a gritos se conviertan en protagonistas. Envueltos en media docena de mantas mugrosas o cargados con ellas (según la estación), tambaleándose, murmurando mantras ininteligibles o gritando que se acerca el apocalipsis, los vagabundos provocan tanto la indiferencia de los actores secundarios de la calle como el agarrado tirante de todo bolso o cartera que se precie.
Y luego están los otros locos, los incomprendidos, los que hablan solos y nadie sabe por qué. Seguramente, porque nadie se ha molestado nunca en preguntárselo. Conocí a uno de esos locos la primera vez que salí a la calle. Se me ocurrió girarme y me fijé en sus ojos. Eran los más claros del mundo. Bastaron pocas palabras para comprender que sólo necesitaba ayuda para retirar el candado de su bicicleta; pero la gente confundía la desesperación de sus articulaciones atrofiadas con locura, locura genérica, locura inofensiva.
Ahora, cada vez que me encuentro a uno de esos locos, con el correspondiente vacío a su alrededor, veo al hombre de la bici. Veo, más bien, la sonrisa de sus ojos al lograr por fin abrir el candado, la rapidez con la que se entristecieron de nuevo, y la fuerza con la que deseé que él fuera el único al que nadie escuchaba.
Virginia es tan verde como de costumbre, pero nosotras venimos a ver el naranja. Y su contraste con el blanco grisáceo de las tumbas, de las privilegiadas tumbas de esos pocos que encontraron sepulto a la sombra de la llama del gran mártir progresista. Miramos alrededor y sólo hay paz, y silencio, y la misma sensación que se queda en el oído tras un discurso cuidadosamente exaltado.
El guardián de la tumba del soldado desconocido se gira, prepara su escopeta, la coloca, da un paso, otro paso, otro más; se detiene, hace sonar los talones de sus zapatos, mira al frente, más allá del río, hacia el Capitolio, se vuelve a girar. El ritual horario merece la boca abierta de tres filas de un anfiteatro.
Si no fuera porque es todo lo contrario, sería sólo un cementerio más, uno de tantos. Pero Arlington huele a élite, expira grandeza, exalta esa noción de honor institucionalizado que antepone el siempre abstracto bien común a los principios humanos. Y quizá por eso, porque no quiere ser un cementerio más, Arlington me decepciona.
For the Widows in Paradise, For the Fatherless in Ypsilanti - Sufjan Stevens
Cuando alguien busca, suele ocurrir que sus ojos sólo ven aquello que anda buscando, y ya no logra encontrar nada ni se vuelve receptivo a nada porque sólo piensa en lo que busca, porque tiene un objetivo y se halla poseído por él. Buscarsignifica tener un objetivo. Pero encontrar significa ser libre, estar abierto, carecer de objetivos. Tú, honorable, quizás seas de verdad un buscador, pues al perseguir tu objetivo no ves muchas cosas que tienes a la vista.