18 de julio de 2009

Viaje



Cierro la puerta tras de mí. Sólo he dormido una hora, y mi compañero de casa seguía inmerso en la película bélica que empezó a las 2. Me meto en el taxi; en el de al lado, dos amigas vuelven de fiesta. Me fijo en las casas de mi barrio que aún tienen la luz encendida. Cuento cinco. Se me hace raro pensar que esto queda atrás, que pasaré un control de inmigración diferente. Tres aeropuertos, una decena de colas, unos cuantos bailes de maletas. Me alivia encontrar la mía, aplastada por otras dos. Pienso en esperarte tras el control de aduanas, pero no quiero que te pierdas ese cartel de perezosos. Me siento en la mochila y rastreo, impaciente, las expresiones de tedio de la cola de inmigración. Pero acabas pillándome de improviso cuando sales, y mi ademán de esconderme resulta ridículo. Tan delgado como entonces. Te ríes de mi intento, perfectamente legal, de cambiar dólares por coronas. Nos esperan muchas horas en un taxi, en una estación, en una carretera muy diferente a la última que recorrimos.

El último autobús nos recoge agotados, nos ensordece con su motor asmático, nos moja el pelo. Pero acaba dejándonos allí, en el único lugar donde queríamos estar: una cabaña de madera en plena selva, y sin mosquiteras.

Treehouse - I'm from Barcelona

1 comentario:

  1. No habría mosquiteras, pero como si hubiera trecemilmillonesdoscientasmilcuatromillonesochentaycincomiltres.
    Y un ventilador, un cama supletoria, y unos anillos de coco pseudohippies con dibujos molones.

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