26 de septiembre de 2009

Tequila



Llego de noche, y para empezar, me timan en una de las compañías de taxis que se desgañitan desde ridículas cabinas para obtener clientes. Me pregunto si esta primera imagen será representativa del mar de fueguitos que se me presentaba inabarcable desde la ventana del avión. 20 millones de habitantes, un mapa disperso y un taxista que intenta darme la bienvenida con Corazón Espinado. He perdido la hoja de instrucciones, pero recuerdo vagamente el nombre de la calle y, sobre todo, el del barrio. Una vez allí, la arquitectura cambia, se puebla de árboles y de tiendas de diseño. Pero apenas hay luz, y nos cuesta encontrar el hotel con la suite más divina del Distrito Federal.

El primer abrazo es entusiasta; el segundo, soñoliento. Aquí estamos, comenzando la aventura tantas veces planeada. Tres horas de sueño inquieto, y otro frío taxi a un nuevo aeropuerto.
En Mérida llega el calor, y con él, los vestidos. Paseamos nuestro glamour en coche de caballos y lo acomodamos en un autobús hacia ruinas mayas que desatan una tormenta al primer sacrificio. Tulum nos deja probar el tequila, y nos acunan la luz de las velas y el sonido del mar. La segunda tormenta nos encuentra en la playa, así que nos vamos de excursión con Miguel Ángel, que se avergüenza de su disco de narcocorridos. Pero nos acaba contando historias de los narcos más temibles, y yo me convierto en anécdota cuando creemos conocer a uno.

Playa del Carmen es como esperábamos. Cristalina, relajante, adinerada. Una versión rebajada de lo que nos parece Isla Mujeres desde la cubierta del yate, mientras bailamos y debatimos sobre la estética de las aletas de buceo. El hotel es insufrible, los bares son de guiris, y la comida es espléndida. Vacaciones en el mar.

DF nos recibe templado, con su historia oculta en edificios inmensos y su aroma a cultura impregnada de caos. El sol sigue siendo un misterio en Teotihuacán, y las piedras carcomidas sólo nos dejan intuir su secreto. Entre sus paredes resuenan nuestras historias, las antiguas, las no tan antiguas, las que nos han hecho como somos. Y en la suite de Polanco nos espera la otra voz, dispuesta a contar, gritar y desgañitarse en las noches de Antara, en las fiestas frioleras, junto a los mariachis que no hacen más que llorar y llorar, que hacen de México un lugar lindo y querido. En Garibaldi, entre caballito y margarita, con dinero y sin dinero, hacemos siempre lo que queremos.

El Rey - Vicente Fernández


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