8 de diciembre de 2009

Locos



La primera vez que salí al supermercado de mi barrio, una mujer me maldijo a mi y a toda mi futura descendencia por no querer darle las vueltas de la compra. Poco después, mientras me acercaba al trabajo una mañana de febrero, un desconocido avanzó directo hacia mi con los brazos extendidos, proclamando a gritos que habernos encontrado tenía que ser cosa del destino.

En una ciudad de gente que camina sola, con los ojos fijos en el suelo o en un carísimo aparato multimedia, es inevitable que los que hacen suya la calle a gritos se conviertan en protagonistas. Envueltos en media docena de mantas mugrosas o cargados con ellas (según la estación), tambaleándose, murmurando mantras ininteligibles o gritando que se acerca el apocalipsis, los vagabundos provocan tanto la indiferencia de los actores secundarios de la calle como el agarrado tirante de todo bolso o cartera que se precie.

Y luego están los otros locos, los incomprendidos, los que hablan solos y nadie sabe por qué. Seguramente, porque nadie se ha molestado nunca en preguntárselo. Conocí a uno de esos locos la primera vez que salí a la calle. Se me ocurrió girarme y me fijé en sus ojos. Eran los más claros del mundo. Bastaron pocas palabras para comprender que sólo necesitaba ayuda para retirar el candado de su bicicleta; pero la gente confundía la desesperación de sus articulaciones atrofiadas con locura, locura genérica, locura inofensiva.

Ahora, cada vez que me encuentro a uno de esos locos, con el correspondiente vacío a su alrededor, veo al hombre de la bici. Veo, más bien, la sonrisa de sus ojos al lograr por fin abrir el candado, la rapidez con la que se entristecieron de nuevo, y la fuerza con la que deseé que él fuera el único al que nadie escuchaba.

The Fool on the Hill - The Beatles

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