19 de diciembre de 2009

Navidad



Nadie celebra la navidad como los estadounidenses.

Mi casa parece un centro comercial de película, con un descomunal árbol recién arrancado del bosque y con frondosas ramas verdes enroscadas en toda superficie enroscable. Las miles de pequeñas luces son cegadoras y los gigantes lazos rojos son excesivos, pero he de reconocer que hay una parte de mi que siempre quiso bajar por una escalera iluminada hasta un salón pintado de verde y rojo.

Qué le voy a hacer, siempre me ha gustado la navidad. Supongo que no encaja con mi habitual escepticismo hacia toda fiesta convencional, celebrada en masa según un calendario mundial. Y reconozco que odio que los escaparates empiecen a vestirse de fiesta tan pronto. Pero es ver brillar las lucecitas blancas, y sentir el frío inconfundible de diciembre, y transformarme por completo. Últimamente sospecho, sin demasiada posibilidad de comprobarlo, que la culpa de toda esta cursilería repentina la tiene el brillo en los ojos de los niños cuando se les habla de trineos y reyes y regalos.

Y, sin darme tiempo a controlar mi revolución anímica, llega la nieve. Ya conté, hace nueve meses, la sensación que me provoca la nieve desde que tengo recuerdo de ella. Desde aquellas contadas veces en las que en la terraza de mi casa se acumulaban tres dedos de nieve virgen, y era feliz sólo con pensar en la sensación de dejar la huella de mis botas en ella, y en los dedos entumecidos por el muñeco de nieve con botones de verdad y nariz de zanahoria.

Esta vez nieva mucho, muchísimo más. Nieva hasta el punto de que es casi imposible abrir la puerta de casa. Nieva durante horas y horas, hasta enterrar los coches aparcados e impedir el paso de los que pretenden moverse.

Desde mi ventana, que pronto dejará de serlo, veo cómo los copos se enroscan, se revuelven, giran en todas las direcciones imaginables.

Hasta que, al día siguiente, paran; y salgo a cazar imágenes blancas. Entre resbalón y resbalón, sólo llego hasta la plaza; y las manos se me congelan, pero nunca guardo la cámara. Fotografío cada calle, cada casa, cada detalle insinuado por la avalancha.

Intento que el objetivo plasme con precisión la inigualable luz de la mañana, el increíble contraste entre el azul y el blanco. Intento guardar las imágenes en la retina, no sea que las fotos se pierdan. Fijarme en las cosas en las que no suelo reparar a menudo. No perderme ningún detalle.

Aprender a despedirme de esta ciudad.

The Christmas Song - The Raveonettes




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